Haciendo un gran ejercicio de memoria sobre los dibujos y series de mi niñez, y viendo lo que se televisa hoy en día, he llegado a una conclusión: Lo que se hace ahora apesta. Sé que es muy fácil condenarlos desde la subjetividad de los buenos recuerdos que guardo de mi niñez frente a la caja tonta, pero verdaderamente, por mucha objetividad que intente poner al ver dibujos con mi primo pequeño, no les encuentro gracia, ni encanto, ni nada de nada.
Cuando pienso en dibujos animados para niños, me vienen a la cabeza todos aquellos que, aunque podían pecar de ser demasiado ñoños (como Heidi o Calimero), eran bonitos, agradables, amables, y sobre todo transmitían valores. Pienso en La abeja Maya que “fue famosa en el lugar por su alegría y su bondad”, puesto que, al igual que Los osos amorosos o Delfi, iba haciendo el bien por el mundo, y la comparo con las machangadas japonesas de bajo presupuesto y mucho efecto especial que atiborran la parrilla televisiva, y claro... me deprimo.
Yo me críe con series de toda índole. Por un lado teníamos aquellas que inculcaban respeto y amor hacia la naturaleza, como Mofli el koala o el máximo exponente en esta tendencia que fue David el gnomo: un amable ser que habitaba en el bosque velando por conservar la naturaleza, y que nos dio a todos una lección al morir al final de la serie por culpa de los desastres ecológicos provocados por el hombre. Por otro lado, había series divertidas y amenas a la vez que muy educativas, como todas las de de “Érase una vez…”, que eran sencillamente magistrales y de lo mejor que se ha hecho en el campo de la animación. Es más, la biología que recuerdo la sé básicamente a raíz de Érase una vez el cuerpo humano. Siguiendo con esa abandonada tradición de enseñar a través de los dibujos animados, hubo una época en la que se puso de moda adaptar clásicos de la literatura con bastante fidelidad (obviando el hecho de que los protagonizaran animales parlantes), dando lugar a series como “La vuelta al mundo en 80 días”, “Los mosqueperros” o “Los músicos de Bremen”, más conocidos como Los Trotamúsicos. Asimimo, recuerdo con especial cariño esas series que, sin tantas pretensiones instructoras, eran muy recomendables y resultaban fascinantes por los escenarios en que se desarrollaban; enmarcándose aquí el fantástico universo de setas habitadas de Los Pitufos, el divertido fondo marino de Los Snorkles, el mundo futurista de Los Supersónicos, y el antónimo de éstos en Los Picapiedra, cuyo punto fuerte eran los disparatados inventos modernos fabricados de modo rudimentario.
Tras estas series cordiales y de buenas intenciones vinieron otras menos comprometidas, pero no por ello peores, porque compensaban que fueran “más vacías” con un mordaz sentido del humor que, aún hoy, me puede hacer reír. Desde los Looney Tunes a Los animaniacs (¡Dios! ¡Eran buenísimos!), pasando por La hora de Tex Ávery (maravillosamente divertida), El pato Darwin, o "Bitelchus", para la que no tengo palabras…
Después de esta nueva generación de dibujos vino otra que, aunque también se desmarcó del tradicionalismo de los clásicos, no era la bazofia de hoy. Así surgieron series como Rugrats o Pepper Ann, que es de lo más divertido que se ha hecho nunca sin caer en la estupidez y el chiste fácil (y es que ahí está el reto, pues el humor estúpido que tanto abunda no tiene mérito). Puede que los protagonistas de estas nuevas series no nos enseñaran a comer espinacas como Popeye, o que por muchas trampas que hiciéramos si competíamos junto a Los autos locos, al final iban a ganar quienes fueran honrados, pero hicieron que nos sintiéramos identificados, que riéramos, y que no sintiéramos que insultaban nuestra inteligencia, como ocurre hoy en día.