
Dicen que al ser inocentes y no saber de las maldades e injusticias del mundo, los niños son más felices, ya se sabe, la felicidad del ignorante. Yo fui feliz, pero hay ciertos mitos de entonces que me causaban una angustia “que pa qué”.
Todos los padres mienten a sus hijos para fomentar o evitar que desarrollen ciertos comportamientos o conductas. Estas mentiras podían ser piadosas y anecdóticas, como las que nos colaban para conseguir que comiéramos de todo (sobre todo en mi caso, que era un auténtico coñazo), o por el contrario, podían rozar la crueldad y dejarte traumatizado.
Respecto a las primeras, hay que reconocer que mi madre era de lo más imaginativa, y que de no
haberlo sido, ahora mismo yo estaría con suero intravenoso en alguna cama de hospital. No sé muy bien por qué pero yo no comía; no es que comiera poco, es que no comía nada. No tenía

apetito, y lo único que me tentaban eran los frutos secos y las galletas que, quieras que no, no constituyen una dieta demasiado recomendable para nadie. Siendo así, me preparaban unos biberones que eran auténticos cócteles nutricionales propios de culturistas; concentraban todo un almuerzo en la batidora, y lo mezclaban con lo que fuera necesario para que no fuera asqueroso y me lo tomara. Durante un tiempo, la única forma que tuvieron de hacer que comiera algo sólido fue ponerme platitos con cosas en una mesa baja delante de la tele, para que fuera picando como el que no quiere la cosa mientras veía dibujos animados. Cuando fui creciendo me ofrecían
premios si me comía todo (premios que jamás llegaban y de los que me olvidaba enseguida), o hacían
juegos con el potaje para que fuera divertido comérselo. Me camuflaban una comida dentro de otra, me mentían sobre lo que era, o directamente inventaban una historia fantástica para que comerme aquello supusiera una aventura épica. Hubo una época en la que a mi hermana le dio por comer peras, y para conseguir que probara los nísperos, mi madre

le dijo que eran
peras australianas. Desde ese momento se los mandaba encantada de dos en dos, pensando que estaba probando un manjar exótico y exclusivo. Un buen día le discutió a una amiga y a su madre que la fruta que acababan de traer eran peras australianas y no nísperos como argumentaban ellas. La mujer era danesa, y le costó un buen rato entender qué demonios le estaba diciendo esa niña.
Por otro lado estaban esas fatídicas amenazas, mediante las cuales nos advertían que nuestro comportamiento tendría consecuencias fatales. Me

encantaba ponerme
bizco, y cada vez que lo hacía me decían que me iba a quedar así para siempre, pero nunca hice demasiado caso, me lo decía tanta gente que estaba gastada la información, y además disfrutaba haciéndolo porque se veía el mundo desde otra perspectiva. Lo mismo me pasaba con lo de los
cortes de digestión, sabía que el tema era más serio pero ¡por dios!, ¡te jodían las vacaciones playeras! El tiempo de espera tras comer para meterse en el agua variaba de una a tres horas según quien te lo contara, y yo sólo quería mojarme un poco, ¿No entendían que no iba a hacer contorsionismo ni a correr una maratón? Pues no… a morirse de calor para no evitar una muerte segura. Mierda…

La mentira que si me acojonaba era la de los
bichos por la boca por decir palabrotas, ¿se imaginan qué asquerosidad?, el
youtube estaría lleno de videos sobre eso. Recuerdo que una vez me lo dijeron con una cara tan seria después de haber dicho palabras “no aptas para niños”, que salí corriendo a beber cantidades ingentes de agua para matarlos a todos. ¡Se iban a quedar con tres palmos de narices mientras subieran por la traquea frotándose las patas, y se vieran avocados a una muerte segura por ahogamiento!
Otra vertiente más extendida y universal en lo que a mitología infantil se refiere, es la de las criaturas benévolas o malévolas que nos visitaban y acechaban sin que nos percatáramos de ello; no sé ustedes, pero yo me pasé media infancia mirando los posibles poritos que pudiera haber en las paredes, cada vez que mi madre me decía que debía portarme bien porque
Los Reyes magos estaban vigilándome

por un agujerito. ¿Dónde ha quedado la intimidad? Eso es como mínimo voyeurismo pedófilo, con el agravante del consentimiento de los padres, que no objetan nada al respecto, e incluso dejan que estos viejos verdes (recordemos que
Melchor tiene canas hasta en las orejas), les hagan regalos a sus hijos. Otro hombre del gremio que se atrevía a entrar en nuestras vidas, quisiéramos o no, era
Papa Noel, un hombre con carta blanca para entrar en todas las casas del mundo mientras sus habitantes duermen. ¡Que irresponsabilidad en los tiempos que corren!

Coñas aparte, tanto la noche del 24 de diciembre como la del 6 de enero, eran con diferencia dos de los acontecimientos más importantes del año en la vida de un niño, porque la ilusión con la que se espera la llegada de esos días es una emoción muy difícil de volver a experimentar en el futuro. Ellos llegaban, y sin pedir nada a cambio (ya que podías permitirte hacer perrerías durante el año sin que te lo tuvieran luego en cuenta), te colmaban de regalos y te hacían feliz.
El ratoncito Pérez era otra criatura de lo más complaciente, porque te procuraba alegría por algo tan antiestético como desdentarte; quienes no eran tan bien recibidos eran
El coco y El hombre del saco.

La nana del coco es sin duda una incongruencia en sí misma, ¿qué niño iba ser capaz de pegar ojo, si sabía que en cuanto bajara la guardia un ser indefinido iba a devorarlo? Se suponía que la premisa de que si no dormíamos vendría nos tranquilizaría. Francamente, no sé a quien se le pudo ocurrir tal disparate.
Con quien peor lo pasé yo fue con El hombre del saco, ese si que me acojonaba; imaginaba que en algún momento en que mi madre y mi tía estuvieran probándose ropa y yo me despistara, iba a venir este cabronazo sin escrúpulos, me iba a meter en su incómodo saco (que a mi parecer sería como los sacos de papas y picaría mucho), y me sacaría de la tienda con la suficiente habilidad para que nadie se diera cuenta. Una vez fuera, me subiría junto a los demás niños secuestrados en su descapotable rojo (no sé por qué me imaginaba que tenía uno), y me abandonaría en lo alto de una montaña inaccesible, condenándome a una muerte segura por inanición. ¡Qué mal rollo!

A pesar de la ansiedad que pudieran ocasionarnos, o lo estúpidos que nos sentimos al descubrir la verdad, estas mentirijillas nos curtieron, nos alejaron de peligros, nos proporcionaron alegrías e ilusión, y sobre todo, hicieron que nuestras vidas carentes de preocupaciones “serias” ni responsabilidades, fueran de lo más emocionantes.