Ayer hicimos lo que marca la tradición familiar: quedar el día después de una fiesta, para dar salida a toda la comida que suele sobrar. Siempre lo hacemos el 26 de diciembre y el 7 de enero; lo hemos hecho igualmente después de los cumpleaños sorpresa, y en este caso no iba a ser menos. ¿Qué significa eso? Pues que ya pasó el cumpleaños de mi abuelo… y no pudo salir mejor.
Después de una noche infernal por el calor, estaba en pie a las 8 para ir con mi prima y su novio a decorar la sala. Es increíble lo que se puede llegar a tardar en colgar unos adornos, empezando por inflar decenas de globos y pintarles caras; no concibo hinchar globos si no es para personalizarlos, si no eso ni es fiesta ni es nada. A eso hay que añadirle colgar guirnaldas y serpentinas por todos lados, techo incluido, y lograr poner una pancarta gigante sin hacer ningún agujero en la pared. Deberían habernos dado un premio a la ingeniería.
Mientras tanto, otra gente estaba recogiendo el vino y la tarta (de yogur y con lacasitos ¡buenísima!), y mi padre entretenía a mi abuelo en Leroy Merlín con la excusa de buscar unas herramientas (ellos dos son para el bricolaje como un cochino pa cáscaras). La planificación al minuto y el reparto de tareas era digna del mejor equipo de espías gubernamentales, y no hubo ninguna pifia.
Nos duchamos y vestimos a la velocidad de la luz, para estar allí pronto y recibir a los invitados. No es nada fácil vestirse “bien” cuando estás a más de treinta grados, no corre aire, y hay un sol que raja las piedras. ¿Solución? Gastar un bote entero de desodorante, ir con los alerones abiertos, como si estuviéramos a punto de echarnos a volar, y en mi caso, ir por la calle con la camisa totalmente abierta. Lo sé, parecía un kinki de la peor calaña, pero era eso o llegar encharcado de sudor.
Una vez allí, con todo el mundo aglutinado y sabiendo que estaba a punto de llegar el homenajeado, me sobrevino una pensamiento a la cabeza: ¿Por qué la gente es tan inútil para estas cosas? Se supone que debíamos guardar silencio en una esquina de la habitación, para que en cuanto cruzara la puerta, le cantáramos el cumpleaños feliz y le diéramos una sorpresa. La gente sin embargo, pareció entender que lo que había que hacer era no parar de moverse, poniéndose dentro de su campo de visión y de cháchara. ¡Que se callen, joder!
Todos estábamos emocionados y nerviosos, pero no era el momento de expresarlo; menos mal que el oído no es el fuerte de mi abuelo…
Apareció por allí guiado por mi padre, que le hizo entrar en la sala con una excusa tonta, y se encontró de frente con todo el pastel. Su primera reacción fue de incredulidad, creo que incluso llegó a pensar que la celebración iría por otra persona, pero enseguida cayó en que era el protagonista, empezó a sonreír y reírse, y estuvo cerca de 20 minutos abrazando a todo el mundo con los ojos llorosos.
A partir de ese momento las cosas no fueron sino a mejor. Mi abuelo habló con la voz quebrada, de lo increíblemente afortunado que se sentía de tener una familia tan unida como la nuestra, que era un tesoro que poseía desde la infancia y del que se sentía orgulloso, y que estaba muy contento por ver que las siguientes generaciones estábamos siguiéndola. Para reforzar esto último, luego se obligó a todos “los nuevos”(las parejas de los nietos) a cantar el "himno familiar", que empezaron a hacerlo cortados pero acabaron de lo más animados.
Obviando a mi prima, que está en el extranjero, estábamos toda la familia y sus amigos de siempre, los mismos con los que se reune cada semana desde hace décadas para jugar a las cartas y charlar. Los regalos fueron entre lo muy tierno y las coñas de siempre, y cuando vió el libro, y nada más abrirlo reparó en una foto de mi abuela (murió cuando yo tenía 6 años) se quedó literalmente sin palabras. Lo dejamos en bragas, y como somos unos sádicos emocionales nos sentimos realizados. Si planificas algo así y no consigues que la otra persona se emocione, en cierto modo es como si no valiera la pena. ¡Queríamos lágrimas y eso fue lo que tuvimos!
El resto de la tarde transcurrió entre risas, lectura de versos y escritos de la gente sobre su persona; música de guitarra y nuestro repertorio tradicional de canciones.
Después de una noche infernal por el calor, estaba en pie a las 8 para ir con mi prima y su novio a decorar la sala. Es increíble lo que se puede llegar a tardar en colgar unos adornos, empezando por inflar decenas de globos y pintarles caras; no concibo hinchar globos si no es para personalizarlos, si no eso ni es fiesta ni es nada. A eso hay que añadirle colgar guirnaldas y serpentinas por todos lados, techo incluido, y lograr poner una pancarta gigante sin hacer ningún agujero en la pared. Deberían habernos dado un premio a la ingeniería.
Mientras tanto, otra gente estaba recogiendo el vino y la tarta (de yogur y con lacasitos ¡buenísima!), y mi padre entretenía a mi abuelo en Leroy Merlín con la excusa de buscar unas herramientas (ellos dos son para el bricolaje como un cochino pa cáscaras). La planificación al minuto y el reparto de tareas era digna del mejor equipo de espías gubernamentales, y no hubo ninguna pifia.
Nos duchamos y vestimos a la velocidad de la luz, para estar allí pronto y recibir a los invitados. No es nada fácil vestirse “bien” cuando estás a más de treinta grados, no corre aire, y hay un sol que raja las piedras. ¿Solución? Gastar un bote entero de desodorante, ir con los alerones abiertos, como si estuviéramos a punto de echarnos a volar, y en mi caso, ir por la calle con la camisa totalmente abierta. Lo sé, parecía un kinki de la peor calaña, pero era eso o llegar encharcado de sudor.
Una vez allí, con todo el mundo aglutinado y sabiendo que estaba a punto de llegar el homenajeado, me sobrevino una pensamiento a la cabeza: ¿Por qué la gente es tan inútil para estas cosas? Se supone que debíamos guardar silencio en una esquina de la habitación, para que en cuanto cruzara la puerta, le cantáramos el cumpleaños feliz y le diéramos una sorpresa. La gente sin embargo, pareció entender que lo que había que hacer era no parar de moverse, poniéndose dentro de su campo de visión y de cháchara. ¡Que se callen, joder!
Todos estábamos emocionados y nerviosos, pero no era el momento de expresarlo; menos mal que el oído no es el fuerte de mi abuelo…
Apareció por allí guiado por mi padre, que le hizo entrar en la sala con una excusa tonta, y se encontró de frente con todo el pastel. Su primera reacción fue de incredulidad, creo que incluso llegó a pensar que la celebración iría por otra persona, pero enseguida cayó en que era el protagonista, empezó a sonreír y reírse, y estuvo cerca de 20 minutos abrazando a todo el mundo con los ojos llorosos.
A partir de ese momento las cosas no fueron sino a mejor. Mi abuelo habló con la voz quebrada, de lo increíblemente afortunado que se sentía de tener una familia tan unida como la nuestra, que era un tesoro que poseía desde la infancia y del que se sentía orgulloso, y que estaba muy contento por ver que las siguientes generaciones estábamos siguiéndola. Para reforzar esto último, luego se obligó a todos “los nuevos”(las parejas de los nietos) a cantar el "himno familiar", que empezaron a hacerlo cortados pero acabaron de lo más animados.
Obviando a mi prima, que está en el extranjero, estábamos toda la familia y sus amigos de siempre, los mismos con los que se reune cada semana desde hace décadas para jugar a las cartas y charlar. Los regalos fueron entre lo muy tierno y las coñas de siempre, y cuando vió el libro, y nada más abrirlo reparó en una foto de mi abuela (murió cuando yo tenía 6 años) se quedó literalmente sin palabras. Lo dejamos en bragas, y como somos unos sádicos emocionales nos sentimos realizados. Si planificas algo así y no consigues que la otra persona se emocione, en cierto modo es como si no valiera la pena. ¡Queríamos lágrimas y eso fue lo que tuvimos!
El resto de la tarde transcurrió entre risas, lectura de versos y escritos de la gente sobre su persona; música de guitarra y nuestro repertorio tradicional de canciones.
Ahora me parece increíble que se haya acabado después de tantos meses de planificación, pero visto el resultado nos damos por satisfechos. Somos los mejores… porque él lo es.
(No estás sola Pétalo: mi familia también sufre el síndrome del punto rosa)