
Vivo sin vivir en mí por un hecho que se remonta años atrás, y que dada la proximidad de mi cumpleaños, está cobrando fuerza:
Me estresa recibir regalos.
Me hace mucha ilusión que se acuerden de mí en esas circunstancias, pero cuando se acerca el día clave, me agobio un poco pensando en lo que puedo encontrar al abrir los paquetes. La razón es que a lo largo de mi vida me he llevado más de una
sorpresa negativa, y es que al parecer soy un quebradero de cabeza para quienes han de comprarme algo. Yo no considero que sea “sencillo” en ese sentido, pero tampoco creo que sea tan complejo (es más, se me ocurren muchas cosas con las que satisfacerme)
El problema radica en que, en general,
la gente no se vuelve loca y tira a lo fácil, mientras que al tú hacerles buenos regalos, se quedan fascinados por tu ocurrencia. Cuando piensas detenidamente en la persona, te paras a reflexionar sobre lo que realmente le gustaría (dentro de tus posibilidades), recorres tiendas, y no te contentas con lo primero que se te presenta, el éxito está asegurado, pero claro…para la mayoría eso es mucho esfuerzo.
Hasta la reciente proliferación de tiendas de ropa masculina, la opción universal para regalar algo a un tío era acudir a Springfield, y comprar la misma camiseta que tenía toda la población de la isla. Afortunadamente ahora hay más variedad, pero en cualquier caso no siempre se puede ti

rar del socorrido recurso de la
ropa, y es entonces cuando empieza el problema. Además, nunca fui uno de esos niños adictos a la
tecnología, a los que se podía contentar con cualquier aparatito innovador a la par que innecesario, y a estas alturas da pereza empezar a serlo. Quitando esas dos opciones, nos queda principalmente lo
audiovisual y lo
necesario/decorativo. Respecto a lo primero, debemos procurar conocer los gustos del afortunado, no ya sólo por acertar, sino
porque lo de tirar por “El código Da Vinci” o “Los números uno de 40 principales”, queda cutre y poco currado. Respecto a lo segundo, es fácil si la persona está montando su casa pero no si, como en mi caso, vive en una pequeña habitación en la que no cabe un alfiler. Normalmente suelen pasarse por el forro mi ruego de no recibir

nada que ocupe demasiado espacio, teniendo luego que lidiar con láminas nuevas que me encantan, pero me obligan a cambiar mis paredes más que las de una galería de arte.
Por último, están esas maravillosas
tiendas comodín en las que encontrar regalos de relleno, a las que todos hemos acudido en alguna ocasión, y de las que todos poseemos algo. Nadie se salva de haber recurrido al portafotos, portavelos, peluche, masajeador, taza, jabón, o coña sexual, en tiendas como Kaos, La Rosa negra, The Soap Story o Natura Selection.
Cuando era pequeño me caía todos los años un
polo de mi tía. Todos. A ella le encantan, y que yo no compartiera ese entusiasmo era algo secundario. De mi primo me llegaban siempre
maquetas de coches, a pesar de que a quien le apasionaran fuera a él y no a

mí, y hubo quien dejó de comprarme ropa, porque al no sentirme realizado ni con una arcaica camisa de cuadros, ni con una prenda de “extrarradio”, acabó concluyendo que sencillamente yo era imposible. ¿Es que no han oído hablar de los términos medios?
La palma se la lleva una
ex amiga a la que siempre dejaba con una sonrisa de satisfacción por mis presentes, para luego encontrarme por su parte todos los años lo mismo: la inevitable camiseta de Springfield (que no es que tenga yo nada en contra de la tienda, pero ya me entienden), y el
peluche-relleno con mensaje del tipo “Ers way”. Según supe compraba lo mío y lo de su novio a la vez para ahorrarse quebraderos, lo cual explica que la última vez me cayera una sudadera inclasificable, y una camiseta que sabe que jamás me pondría (con brillitos y escarcha a tutiplén). Que él y yo fuéramos antagónicos parecía carecer de importancia.

De verdad… ¡Que no soy tan exquisito! Hay muchos libros, discos y películas que están hartos de oírme decir que no me importaría tener, y seleccionando entre el
Stock de Desigual o Jack & Jones me pueden hacer muy feliz. Además, no es necesario que me compren nada por comprar; para gastar dinero tontamente por obligación prefiero algo simbólico, dejarlo en nada, o salir a comer y pasar un buen rato. Y es que
con los años aprendes a apreciar de verdad los pequeños momentos, sabiendo que ningún regalo es mejor ni más duradero que los buenos recuerdos.