
El término “chacha” me parece clasista, despectivo y propio de otros tiempos. No me gusta. Sin embargo, uno siempre tiene miedo a la hora de hablar de la persona (generalmente mujer) que se encarga de la limpieza en una casa, empresa o entidad, porque las probabilidades de ser juzgado por el mero hecho de hacer referencia a su profesión, suelen ser bastante altas. De hecho, decir que alguien trabaja en tu casa como tal, implica en muchos casos ser considerado un pijo explotador, y hay pocas cosas que se puedan argumentar para evitarlo.
Las alternativas semánticas tampoco nos aseguran reacciones más halagüeñas; criada, sirvienta y servicio; todas suenan fatal, y en ocasiones, yo mismo no puedo evitar pensar que quien las usa está considerando significativamente inferior a la persona contratada en cuestión.
Además de términos jocosos o burlescos, como “fregona” o “La keli (la keli-mpia), la mejor opción resulta ser
“asistenta”, y ni aún así es del todo bien recibida.
Por mi casa han pasado muchas mujeres de la limpieza, y salvo honrosas decepciones, han sido todas dignas de estudio. En mi más tierna infancia estuvo
Begoña, una mujer tan profesional a la par que estimable como persona, que cuando le dijo a mi madre que dejaba el trabajo, ella se ofreció a subirle el sueldo lo que hiciera falta. No hubo forma de convencerla; ahora su marido ganaba lo suficiente, y aunque estaba muy a gusto trabajando con nosotros, no tenía necesidad de seguir haciéndolo. Yo era muy pequeño y no la recuerdo, pero mi madre sí, y cuantos más cáncamos han desfilado para llenar el hueco que dejó, más la añora.
Tras ella vino
Ruth, a la cual yo veneraba; ella era Dios y yo su profeta en la tierra. Recuerdo el día que nos la presentó mi madre, y eso que ni se me habían caído los dientes de

leche. Era una chica alta, con el pelo rizado, los ojos verdes, una cara agradable… y más bruta que un arado; poseía una fuerza descomunal, que sumada a una falta de delicadeza absoluta, desquiciaba a mi madre, y es que ver cómo rodaba con un solo brazo el sillón o la alacena con las copas (verídico), pone nervioso a cualquiera. Mi madre cuenta que con ella perdimos las papilas gustativas, porque tenía unas habilidades culinarias nulas, y durante mucho tiempo se encargó de hacernos la comida.
Al ser... digamos que de maneras toscas (vamos, una animal), rompió más de una cosa en casa, pero se le perdonaba porque no era zorra como otras, que si rompían algo se callaban y lo tiraban a la basura, o lo colocaban como si no hubiera pasado nada. Además se portaba muy bien con nosotros, los niños, especialmente conmigo, por quien desarrolló cierta predilección. Me hacía regalos por mi cumpleaños, me llevaba a todos lados y me compraba cosas…ahora que hago memoria, ¡me mimaba cosa mala! Además de cuidarme cuando estaba enfermo, recuerdo salir con los patines acompañado por ella, y hacer recados mientras nos dábamos palique. Era adorable.
A partir de ahí todo fue a peor. Recuerdo a
Silvia, una mujer muy joven con un hijo, al que ponía de excusa para venir cuando le venía en gana; nos choteaba como quería, estando semanas enteras sin aparecer bajo la excusa de tener que llevar al niño a uno u otro lado. Un día a mi madre se le inflaron las narices (normal), y le dijo que hasta ahí habían llegado, y es que joder, si tanto te preocupas por tu niño, dedícate a ganarte el sueldo para poder mantenerlo, pero no nos tomes por imbéciles, que llegará un día en el que nadie quiera contratarte por caradura.

Haciendo un salto temporal de unos años, en los que vinieron una detrás de otra, que como mismo entraron se fueron por un motivo u otro, llegó
Repugnancia.
Era una mezcla entre el prototipo de señora de la limpieza de toda la vida: cincuentona, bajita, rechoncha y amable, y el personaje homónimo de Cruz y Raya. Su mote (realmente se llamaba Amparo) venía de sus cuestionables costumbres higiénicas, entre las que sin duda destacaba el pavor que le tenía al desodorante. Por exagerado que pareza, me despertaba al olerla en cuanto entraba a casa, y eso que yo duermo al final del pasillo y con la puerta cerrada. Era realmente inhumano. Además, se ve que había estado trabajando con niños durante muchos años, porque nos trataba como tal, hablándonos a mi hermana y a mi como si nos faltara un chubasco (con 19 y 21 años en aquel entonces), y llegando incluso a venir a despertarnos con cosquillas ¡¡¿?!!.
Recuerdo como un auténtico infierno la dilata época que pasó en mi casa, no sólo por su inmutable hedor natural, sino porque no era más tonta porque no tenía más tamaño; era increíble. No poseía retentiva, y tan pronto como le dijeran que NO hiciera una cosa, procedía a hacerla cinco segundos después. Llegamos a pensar que se estaba riendo de nosotros, pero no, es que por mal que quede decirlo, "no daba para más":
-“Oye Amparo, te iba a decir antes de que me olvide, que por favor te acuerdes de que las plantas del despacho no se riegan, que esas llevan poco agua y yo me encargo de ellas. ¿ok?
-Ah vale, de acuerdo...
Un minuto después había llenado la regadera y las estaba ahogando, y así con todo:
Colocaba en perchas la ropa cutre de estar en casa y doblaba al trancazo la de salir a la calle, utilizaba perchas de falda o pantalón para colgar camisas, tendía las cosas tal cual salían de la lavadora, largándolas sobre el tendedero sin plantearse más dudas existenciales, y un largo etcétera de conductas que desquiciaban.
Sus descalabros, unidos al hecho de que le dijeramos mil veces que no fumara en casa y se lo pasara por el forro, hicieron que un buen día le diéramos pasaporte, devolvíendonos a todos el equilibrio interior, y el sentido del olfato.
La última que pasó por casa era también una joya: limpiaba con ahinco el salón y el despacho (las dos habitaciones menos utilizadas de la casa), pero se olvidaba de los baños y la cocina; se iba antes de lo que le correspondía, dejaba las cosas patas arribas o cambiadas de sitio, y ponía los zapatos encima de la cama cuando pasaba la aspiradora (
cachoguarra); pero los dos comportamientos que sin duda se llevaban la palma, eran limpiar el vater con la escobilla y dejarla dentro…con la base (que alguien me lo explique), y fregar la radio del baño con agua y un estropajo enjabonado. Ver para creer.
¡Vuelve Ruth!