
Como he dicho en más de una ocasión, el
malrollismo gratuito y
burlón me toca los cojones hasta dejármelos escocidos. No entiendo el supuesto encanto de ir de comemierda por la vida, y que encima haya descerebrados que
les rían las gracias a estos gilipollas. Cuando entré en el instituto me topé con uno de estos elementos, y casi desde el primer día me gané su enemistad. ¿Saben eso que dicen los padres de que “es una tontería pensar que un profesor te tiene manía”? Pues en este caso no lo era: este tío me la tenía jurada.
Mi profesor de filosofía entraba crecido en clase, con unos andares más propios de un chulito de discoteca que de un hombre maduro; hablaba con una prepotencia y un desprecio que parecían meticulosamente estudiados, como si estuviera parodiando a un engreído. Hablaba con el ceño fruncido, voz impostada y desgana, como si le aburriera soltar la parrafada, pero a la vez riéndose… de nosotros. Era insufrible.
Utilizaba esa táctica de faltar al respeto a su audiencia de forma cómica, la misma que usan humoristas o monologuistas como
Ignatius; la diferencia es que nosotros no éramos público dispuesto a aguantar vejaciones, sino alumnos, y por tanto sus tonterías sobraban. Paraba cada dos por tres para hacer el chistecito estúpido de que no atendíamos, que así no íbamos a llegar a nada, y que no sabía qué pretendíamos en la vida. Todos los días lo mismo. El resultado era el descojone general de toda la clase, que lo encontraba de lo más divertido. ¿Toda la clase? ¡No! Había un chico en que se quedaba mirando con incredulidad cómo los demás se partían la caja con la subnormalada de siempre, mientras le dedicaba una pronunciada subida de ceja al profesor.
Sé que no era lo más inteligente, pero es que era superior a mí; cuando me tocan las narices se me arquea la ceja sin que pueda hacer nada, y en casos

extremos, la ceja me llega casi hasta la línea del pelo. El mierdaseca este se dió cuenta, y al no formar parte de los hipócritas y masocas que le reían los insultos, firmé mi sentencia de muerte.
El curso se estructuraba en 6 exámenes, uno por cada autor que iba a entrar en la PAU, y como eran excluyentes, se suponía que cuando aprobabas alguno no tenías por qué volver a preocuparte por él. Saqué un 9 y medio en el primer examen, y antes de que pudiera celebrar mi victoria, me dijo con una sonrisa:
- “Sí Pablo, tienes buena nota, pero no te confíes ¿eh?, que de aquí a junio pueden pasar muchas cosas."
A nadie más le dijo nada.
Fueron pasando los exámenes, y mis notas, que seguían siendo buenas, empezaron a bajar ligeramente; nada demasiado descarado, pero si lo suficiente como para alejarse cada vez más del sobresaliente. Lo curioso es que mis exámenes seguían siendo muy buenos, pero él buscaba la forma de que no lo pareciera. Había una pregunta que caía siempre, consistente en definir, palabra por palabra, algunos de los términos que nos había mandado a estudiar para cada ocasión. Valía dos puntos, y aún teniéndolo perfecto hasta la última coma, me ponía la nota que le daba la gana. Si en esa parte, que era la más objetiva, hacía lo que le salía del escroto, pueden hacerse una idea de cómo me evaluaba la parte redactada.
Cuando me acercaba con el examen de otra persona en la mano, para pedirle que me explicara por qué coño Fulanita tenía más nota que yo, habiendo puesto los dos exactamente lo mismo, convocaba a sus seguidores con un comentario burlón en voz alta:
- ¡Ya está Pablo otra vez quejándose, ¿eh? Si es que no se cansa nunca. jejejeje!
Gilipollas
Me daba largas diciéndome “que me centrara en mi examen y afrontara mi nota, y que no intentara bajar la de los demás”, hasta que ya por último me dijo, no sé si por descuido o porque era más cabrón de lo que imaginaba, que él pensaba la nota que quería poner antes de corregir, y que en función de eso iba adecuando la puntuación de cada prueba. Con dos cojones.
Teniendo en cuenta que ya el año anterior me había enfrentado también al profesorado (otro día contaré esa historia), y que además parecía ser el único que no encontrara divertido a este hijo de puta, no conseguí nada comentándoselo a otra gente del centro, y tampoco quería echar más leña al fuego. Además, únicamente había otro profesor de filosofía en el instituto que pudiera ponerse de mi parte en caso de disputa, y no sólo era peor que este, sino que ambos eran super colegas. Sólo me quedaba rezar para que a final de curso no hiciera la canallada de suspenderme y dejarme para Septiembre. ¿A que no sabéis quién “sacó” un 4,8 en su último examen?
Lo curioso es que, según sus palabras, cada autor era excluyente, pero por algún motivo cambió la política en junio, y luego sostuvo que siempre había sido evaluación continua.
Para cuando supe la nota no había opción de reclamaciones o quejas; al día siguiente de dármela tenía la recuperación de toda la asignatura, y al margen de que me dieran la razón (que no), si no lo hacía no tendría derecho a reclamar. Esa tarde además, tenía la recuperación global de matemáticas, de la que salí con la cabeza como un bombo. Tenía media tarde para aprenderme toda una asignatura que había ido aprobando con nota durante el curso, y era absolutamente

imposible que me diera tiempo. Obviamente me copié hasta a la hora de poner mi nombre, porque no me daba tiempo de estudiar, y porque no me daba la gana hacerlo. En ese examen me fui "de chuletada" como hasta entonces no se había visto nunca, y cuando supe la nota (aprobado) me dijo con una sonrisa victoriosa:
- “¿Ves como no era pa tanto? Si te hubieras esforzado en su momento…”
HIJO DE LA GRAN PUTA
A pesar de ser ateo me gusta creer en la justicia divina, y quiero imaginar que el día menos pensado se caerá por las escaleras y se quedará vegetal, sufriendo el desprecio de su familia, que le dejara morir solo de forma lenta y dolora. Y se lo merecerá. Por miserable, infantil, ególatra y comemierda.