

Creo que sólo he visto a mis “nuevos” vecinos cuatro veces en dos años, y una de ellas fue porque subí a la casa para pedirles una llave ¡Qué triste! ¿no?
En realidad no lo es, o al menos eso pensaría si me hubiera criado en este edificio y no en el que lo hice, pero lo cierto es que ante estas situaciones no puedo sino recordar con añoranza mis años en la parte alta de la ciudad. Viví durante doce años en una comunidad de cinco bloques, donde no sólo conocía de vista y saludaba a todos mis vecinos, sino que en

general todos nos llevábamos bien, nos deteníamos a hablar, y
traspasábamos la barrera de la cordialidad cívica estableciendo relaciones de verdadera amistad.
Podría parecer que esta visión está desvirtuada al ser la de un niño, pero nada más lejos de la realidad. Mi comunidad estaba un poco aislada, en el sentido de que salvo por unos pocos locales
comerciales había que coger coche para todo, de ahí que dentro del propio complejo urbanístico hubiera una enorme plaza de dos pisos (lo que la convertía en dos en realidad), donde los niños jugábamos, los adolescentes tonteaban, y los adultos se sentaban a pasar el rato o charlar con alguien.
Obviamente existían grupúsculos pero en general éramos como una gran familia, especialmente dentro de cada edificio, aunque en realidad esto último son más divagaciones mías que otra cosa

, porque nunca pude constatarlo. Lo que si que sé, y mucho, es cómo era la vida de puertas hacia adentro en mi bloque.
Mi edificio estaba constituido por siete pisos de dos viviendas cada uno. En el primero vivía un matrimonio formado por una danesa y un sevillano (me pregunto cómo acabaron viviendo en
Tenerife), y sus dos hijas. Mi hermana y yo vivíamos en el piso de encima y nos pasamos muchas tardes jugando en su casa, al igual que pasara con los hijos de la vecina del tercero, que eran nuestro mejores amigos.
No recuerdo en qué viviendas entre los pisos cuarto, quinto y sexto vivían otras dos familias con las que teníamos relación; las hijas de una de ellas se llevaban con mi hermana por edad, y yo me llevaba sobre todo con el hijo pequeño de la otra. Por último, en el séptimo piso vivían mi tía y mis primos (con quienes tenía una relación especial fomentada por mis padres), y otra familia en frente con la que también teníamos trato. De resto poco que destacar: un señor mayor al que nunca se le veía el pelo, pisos vacíos, y la
morosa cabrona del primero, que no pagaba la comunidad pero tampoco se privaba de comprarle caprichos a sus hijos; que daba problemas de todo tipo, y cuya estúpida hija ponía discos de Camela y salsa a todo volumen bajo de mi ventana. Debimos exterminarlas y hacer que pareciera un accidente cuando tuvimos ocasión.

Mis padres eran amigos del matrimonio multicultural del primero, y cada poco tiempo
organizábamos cenas con ellos y con las dos familias del séptimo, propiciando así una ocasión perfecta para que todos los niños nos reuniéramos y estuviéramos juntos hasta las tantas.
Con la mujer del tercero y sus hijos teníamos una relación realmente estrecha. Como he dicho el niño era mi mejor amigo, éramos como uña y carne, y parecía que pasábamos más tiempo en casa del otro que en la nuestra propia. Por su parte,

su madre solía salir por ahí con la mía y con mi tía, y en muchas ocasiones íbamos
todos de excursión al parque, al monte, a la plaza de España, con las bicis, al parque marítimo, al club náutico, a dar una vuelta en barco… a todos lados vaya. Tanto era así que solíamos pasar a menudo por la mercería en la que trabajaba, y mientras mi madre se tomaba algo con ella o se detenían a charlar, su hijo y yo cruzábamos a la plaza que había en frente y pasábamos la tarde jugando.
Mi comunidad recordaba a la serie
“Cuéntame cómo pasó”; los niños no se llamaban para quedar, sencillamente bajaban a la plaza y se encontraban allí, y los adultos no tenían la
necesidad de mirar a otro lado si subían en ascensor, esperando a que se abriera la puerta para huir del incómodo silencio. Todo lo contrario: les faltaba tiempo para hablar y al final sostenían la puerta mientras se comían la oreja.
Además,
se fomentabas las interrelaciones entre bloques porque de vez en cuando montábamos fiestas en la plaza. Hacíamos una o dos por verano, otra en navidad, y alguna que otra aislada, pero la característica, la fundamental, la fiesta entre las fiestas, era sin duda la de
San Juan. Esa
si que nos la currábamos como Dios manda.
Las tareas preparatorias se establecían en varios frentes: en primer lugar “tomábamos” los deshechos de la eterna obra del final del aparcamiento (que daría lugar a tres nuevos bloques), y los íbamos llevando a la parte baja de la

plaza, la de la explanada de tierra. Allí, con la ayuda de algún adulto, formábamos un montículo con una estructura interna resistente, e íbamos colocado las maderas
para que cogiera forma. En segundo lugar íbamos casa por casa tocando el timbre recaudando dinero para el evento y muebles viejos o cosas que quemar, y quieras que no, cinco bloques, a catorce viviendas cada uno, dan para mucho. Los encargados de pedir dinero solían tener a uno o dos fichajes estrella para los vecinos difíciles; se trataba de niños con una capacidad especial para inspirar ternura y que nadie pudiera resistirse a colaborar en la medida de lo posible. Yo era uno de esos niños.
Había un grupito que se dedicaba a hacer el monigote (S
anjuanito), otro que compraba la comida, alguien que se encargaba de recopilar música, y… ¡Voilá! ¡Fiesta montada!

Aunque parezca mentira, esta celebración montada por niños tenía bastante éxito, y al final todos bajaban un rato a ver arder al pobre muñeco y comer algo.
Los años fueron pasando, hubo gente que empezó a irse del edificio y yo fui uno de ellos. Durante los primeros meses traté de no perder el contacto, pero ya se sabe que la distancia es el olvido, o al menos el deterioro de las relaciones, y más en esas edades, que no sólo no sabes bien que has de tener cuidado para no perder las amistades, sino que no dispones de libertad ni medios para que eso no ocurra.
Últimamente he estado por allí porque mi prima y su novio

compraron el piso en el que viví, y cuando me detengo a mirar cada banco, farola, muro o árbol, no puedo evitar sentir un poco de pena al ver todo lo que perdí personalmente al mudarme, y todo lo que se ha perdido en general. Ese sitio ya no es el mismo y no volverá a serlo nunca; apenas hay niños y los que vi son changas, la mayoría de las personas a las que conocía se han marchado, y las que no sencillamente han cambiado. Yo también lo he hecho…
Donde vivo ahora tengo suerte si llego a aprenderme el nombre de alguien, y más teniendo en cuenta que al ser sobre todo jubilados, tienden a morirse antes de que pueda entablar relación con ellos.
Para ser justos he de decir que me encanta el emplazamiento de mi casa. Está cerca tanto del centro de la ciudad como de la parte nueva, y se puede ir a todos lados caminando. Sin embargo, en algunos momentos la nostalgia se apodera de mí cuando recuerdo mi infancia.
¿Existe algún sitio donde aún se viva como relato? Si es así que me lo digan para ir mirando casa y mudarme en un futuro.