Hace cinco años nacieron dos series de televisión que fueron acogidas con entrega absoluta por la audiencia, y que ya se pueden considerar clásicos contemporáneos de la televisión: “Aquí no hay quien viva” y “Los serrano”. Desde ese momento la ficción española vivió una nueva etapa dorada, extinta desde la época en que dos de los peores actores del país (Emilio Aragón y Lydia Bosch), nos castigaban con su trabajo en la ñoñísima “Médico de familia”.
Las vicisitudes de los vecinos de
Desengaño 21 y la disfuncional familia
Serrano, supusieron un soplo de aire fresco en la parrilla de series, pero como casi siempre ocurre en estos casos, acabaron resultando autoparódicas, repetitivas, vergonzantes y tremendamente cansinas. La primera era una buena fusión entre la película “La comunidad” y el “13 Rue del Percebe”, y gustara o no, lo cierto es que resultaba original. La segunda podría verse como una reinvención de “La tribu de los Brady” (padre con hijos varones contrae matrimonio con madre de niñas, y viven todos bajo el mismo techo), salvo por el moralismo del producto americano en

contraposición a la aberrante
promoción de valores y estereotipos desfasados del español.
Empezó cuando entré en el instituto, y como el resto de mis compañeros de clase, puse cierto interés en el desarrollo de la relación prohibida e ¿incestuosa? entre
Perpetua cara de cansancio Marcos y Eva, pero enseguida me cansé, y cuando lo hice fue de golpe.
Me harté del costumbrismo rancio de barrio, el griterío y los exabruptos; de la celebración del borreguismo zafio, la imbecilidad y el conservadurismo arcaico. Me irritó muchísimo el manido (aunque políticamente correcto)
cliché de hombres cazurros propiciadores de humillantes situaciones límite, con sus modélicas, inteligentes y sofisticadas esposas como víctimas; situaciones que después se solucionaban con el perdón condescendiente por parte de estas, y un polvo de reconciliación. No importaba si estaban a punto de engañarlas o las acusaban infundamentadamente de que fueran ellas quienes lo hicieran, porque después de una serie de gags “cómicos” a la altura del tartazo en la cara, ellas les perdonaban y les bajaban los pantalones en señal de tregua, y aquí paz después gloria.

A esto hay que sumar la malsana e incomprensible costumbre de
emparejar hasta al último mono, de una forma terriblemente previsible y bochornosa: Los dos hijos adolescentes mayores (de
25 años cada uno, por supuesto), los dos hijos adolescentes menores, los dos mejores amigos de los protagonistas, y los hermanos, cuñados, y demás personajes sacados de la manga para dar más vida la serie y suplir las vacantes de actores que la dejaban. Sólo faltó que liaran a la abuela con el niño pequeño,
porque creo que eran los dos únicos solteros que dejaron. Del despropósito de
Santa Justa Klan ni me molesto en hablar…
Podría considerar que, además de por las retrógradas ideas que exponen los cenutrios de la taberna y su colega el mecánico, y de la pasiva resignación con la que las protagonistas femeninas aguantan numeritos, desplantes y salidas de tono extremas, la serie exuda un modo de pensar propio de otros tiempos; Marcos y Eva están a punto de casarse siendo menores de edad (igual

que sus padres), se van de casa, tienen un niño, y sus hermanos
pequeños siguen el mismo camino, o al menos en apariencia, porque en un momento dado ella sospecha estar embarazada, y acaban emancipándose juntos al cumplir la mayoría de edad. Como a nadie le cabe en la cabeza que el insufrible personaje de Jesús Bonilla, que siempre hace de cromañón temperamental, encontrara a alguien que lo soportara, y no podían dejarlo soltero (¡por dios, eso nunca!), lo acaban juntando con otro bicho raro aún más transigente que sus amigas, que pueda perdonar cafradas peores: la
profesora de religión; y pasado un tiempo, como era de esperar, tienen un niño.
¡Viva la institución de la familia, inquebrantable y sagrada!.
Llevan dos meses anunciando a bombo y platillo la desaparición de la serie con especiales,

recopilaciones, anuncios de nuevos fichajes, y giros de trama pretenciosos, y todo para acabar con
un final pretendidamente romántico, pero desde mi punto de vista absurdo: el suicidio de Resines. Como me he perdido de la misa la mitad, me imagino que será por haberse visto actuando, pero según tengo entendido, echó a los hijos pequeños de casa, cortó con la modelo con la que estaba saliendo (y es que a pesar de ser un cincuentón mediocre y analfabeto, encadena a su primera viuda con Belén Rueda y Jaydy Mitchell, ahí es nada), se declara culpable de no sé qué delito, y se tira por un puente para, como ya hicieran en Titanic, reunirse con su amada en el cielo. Lamentable, muy lamentable.
En fin… descanse en paz, y que no se le ocurra revivir nunca.