
Las dos primeras veces que fui a
campamentos de inglés, aquello fue un cachondeo; estábamos varios españoles en una habitación y, como es normal, tendíamos a relacionarnos más entre nosotros que con la gente autóctona. La siguiente vez fue en 2002, esta vez en
Irlanda, y con un esquema totalmente diferente: un horario de clases más intenso, más exigencia académica y estancia con familias de la zona. Podías solicitar una habitación individual o doble, y yo preferí estar por mi cuenta; no sólo aprendería más así, sino que además no me apetecía convivir íntimamente con alguien a quien ni siquiera conocía. Dos años más tarde fui a
Inglaterra en el mismo plan, y sigo pensando que es lo mejor, porque fomenta que hables más con tu “madre inglesa”… a no ser que te toque una furcia.
En Irlanda estuve con una mujer llamada
Anita, nombre paradójico donde los haya, ya que casi no cabía por la puerta. Debería llamarse Ana a secas o SuperAna, pero nunca Anita. Era incongruente y parecía un chiste, como el apellido de
Teté Delgado.
Vivía junto a su padre y su novio en una casa decorada con los ojos cerrados; era tan hortera todo lo que había dentro, que por más que la mirara nunca dejaba de sorprenderme. A la entrada te recibía un majestuoso San Bernardo de porcelana, y a partir de ahí todo iba a peor en clave de dorados, pasteles y mercadillo.

Mi vacaburra se pasaba todo el día de cariñitos con el novio, poniéndole ojitos,
metiéndole mano y haciéndome sentir que sobraba. Cuando veíamos la tele después de la cena terminaba yéndome a mi habitación, porque se “acurrucaban” en unas posturas tan explícitas, que de seguir presente quizás habría presenciado un polvo en directo. Y no tenía ganas. Una cosa es apoyar la cabeza en el regazo y otra ir calentando motores para una mamada.
Era de esas personas que
te la clavan doblada: me preguntaba con una sonrisa qué me apetecía cenar, para luego ponerme el plato de mala manera y dejarme
comiendo solo; me decía con
falsa amabilidad que acudiera a ella para lo que fuera, y luego ponía
mala cara si le pedía lo más mínimo; y para colmo
“cocinaba” de puta pena, tanto, que bajé un montón de kilos de donde no me sobraban.

Había hamburguesa o nuggets con papas fritas la mitad de los días, y para cuando mis arterias estaban a punto de pedir auxilio, se ponía creativa. Demasiado creativa.
Recuerdo con pavor dos platos en especial: el primero era un pollo rosa fuccia por fuera y por dentro, que suponía todo un logro culinario, pues pocas veces me he topado con algo que de asco en los cinco sentidos. El otro fue mantequilla con pasta, que no al revés; era una pelota de mantequilla mezclada con espaguetis, y cuando trataba de desenrollar uno de ellos, acababa levantando en peso toda la plasta amarilla. Era en esos momentos cuando agradecía comer solo para poder tirar esos abortos que hasta las cucarachas rechazarían.
Lo peor de todo vino uno de los últimos días, cuando les repartieron una carta a las familias para que hablaran sobre la experiencia con sus “ahijados temporales”, y la muy puta me puso de vuelta y media con una sarta de mentiras. Desde que arrugaba mi ropa adrede para luego pedir que me la planchara (MENTIRA), a que era un chico arisco y poco sociable; a lo mejor pretendía que le propusiera un trío cuando veía cómo sobaba a su descamisado novio.

Dos años más tarde di con
Rose, y entonces supe que había esperanza; para empezar llegué allí y su hijo adolescente insistió en subirme la maleta por las escaleras, sin negociación posible. Empezamos bien. La habitación en la que me quedaba era infinitamente más grande que la que me había tocado en Irlanda; tenía una comodísima cama de matrimonio,
cajones gavetas en las que poner mis cosas (en casa de Anita ni siquiera pude sacar nada de la maleta), y televisión al lado de la cama. ¿Se puede pedir más?
Tenía el baño muy cerca, la casa era agradable y confortable, y desde el primer día entablé
muy buena relación con ella. Poseía un
sentido del humor maravillosamente sarcástico y me trató con mucho
cariño desde el principio. Salvo alguna excepción puntual,
comíamos todos juntos y veíamos Friends; la ayudaba con las tareas del jardín, iba con ella a hacer recados, y aunque tiraba mucho de precocinados, todo lo que hacía estaba buenísimo. Era
fantástica. Además, su hijo y su marido
me daban conversación de buena gana. Estaba en la gloria de las familias adoptivas.
Esto de las madres “provisionales” es una lotería en la que nunca

sabes lo que te va a tocar; teniendo en cuenta que tuve una muy mala, y luego una muy buena, ¿qué me habría tocado de haber vuelto a enrolarme en uno de estos viajes? Si en base a mi experiencia se concluyera que estas cosas llevan un crecimiento exponencial de la calidad y el bienestar, la siguiente vez tendría que haber dado con una familia de superhéroes con
poderes mágicos. Como mínimo.
¡Larga vida a Rose... y que te jodan, Anita!