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domingo, 28 de octubre de 2007

Trepar como Dios manda



Acabo de leer que unos científicos dicen haber descubierto la fórmula para crear un traje que permitiría a su usuario escalar muros verticales como lo hace Spiderman. Su secreto está basado en la tecnología que usan las arañas y las lagartijas para adherirse a las superficies.

El modo en que esta adherencia es posible era ya de sobra conocido, el problema venía de no saber cómo trasladar las cualidades de una araña a un ser mucho más pesado y de mayor tamaño. Una vez solucionado este inconveniente (aunque sólo de forma teórica), parece que el invento puede llegar a ser una realidad en unos 10 años.


Según explican sus creadores, el traje de hombre araña deberá tener varias propiedades: debe ser capaz de adherirse con fuerza a cualquier superficie, pero a la vez necesitará despegarse con facilidad una vez que ha hecho contacto con la misma, y deberá ser impermeable y capaz de auto lavarse, porque las partículas de polvo y suciedad podrían entorpecer su capacidad de adherencia.

Quienes han desarrollado este curioso proyecto creen que podría ser usado para la exploración del espacio a la vez que tendría aplicaciones más triviales, como el diseño de guantes y zapatos para la gente que limpia ventanas en rascacielos.

¿Se lo imaginan? ¡Gozaría como un niño! Quienes me conozcan saben que hay pocas cosas que me gusten más que trepar. Me encanta, y aunque no lo parezca, uno puede trepar casi en cualquier momento y situación. Suelo Merendar sentado sobre la encimera, tiendo la ropa subido a la lavadora y la pileta para manejar mejor las cuerdas, me siento sobre el escritorio o el lavamanos, y todo eso hablando sólo de mi casa; si salgo fuera y tengo libertad me disparato. Sólo hay que revisar mis álbumes para comprobar cómo a las fotos me saben más si me las hago subido a algo. Trepo por una escultura, me subo a un banco, me cuelgo de un árbol… todo vale.

Si tuviera un traje de esos me extasiaría hasta límites insospechados, de hecho creo que pasaría a desplazarme solamente así, acabando con las piernas atrofiadas. Si además consiguieran ponernos en las muñecas los implantes de Peter Parker, para que pudiéramos ir brincando por los edificios de telaraña en telaraña, apaga y vámonos; lo dejaría todo perdido.

Recuerdo que cuando empezó la moda de películas de superhéroes, la única que fui a ver porque me despertaba un interés real fue Spiderman. El resto de personajes de este tipo me la sudan, pero me crié viendo los dibujos del hombre araña y, quieras que no, la idea de verlo en carne y hueso me llamaba la atención. Creo que en otra vida elegiré ser perenquén para poder satisfacer este fantasioso deseo incumplible.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Impredecibles

Es curioso… cuando crees que conoces a alguien casi al 100%, y que por tanto serás capaz de predecir sus comportamientos y reacciones con bastante precisión, puedes quedarte muy sorprendido al descubrir algo que no sólo te es totalmente nuevo, sino que te choca, te confunde, y puede llegar a trastocarte los esquemas que tenías sobre el individuo en cuestión.

Hace un tiempo una buena amiga de la infancia, con quien pasé muchas horas de charla y actividades dentro y fuera del colegio, me confesó con toda naturalidad que “ese chico” de clase con quien mantenía demasiados coqueteos inocentes y una tensión sexual que todos palpábamos (y que imaginábamos que se habría resuelto en alguna ocasión), era en realidad el amor de su vida, y que, con algunos periodos de intermitencia, habían sido novios de los 8 a los 16 años. Llevaban 8 años de relación que me habían pasado totalmente desapercibidos.

Lo cierto es que cosas más raras se han visto, y si me hubiera pasado con cualquier otra persona no me habría llamado tanto la atención, pero se trataba de ella, la amiga con la que tantísimo había compartido durante todos esos años y con quien aún mantengo una buena relación. ¿Quién me lo iba a decir?

Y es que nunca se llega a conocer a alguien del todo, y aunque podamos confiar ciegamente en una persona, es muy arriesgado poner la mano en el fuego por ella asegurando que la susodicha no hará o dirá algo determinado, y no lo digo por desconfianza, no me malinterpreten, sino porque todos estamos llenos de contradicciones que nunca se sabe cómo van a manifestarse. Hasta el más retrogrado de los integrantes del Ku Klux Klan puede ser sorprendido en un momento de debilidad confesándose ante un cura negro. Asimismo, la experiencia, y en especial ciertos acontecimientos recientes, me han hecho ver que tampoco es aconsejable prodigar aquello de “de este agua no beberé, porque el día menos pensado puede que te encuentres con un vaso en la mano dándote el gusto, y la botella al lado por si te entra más sed. Los seres humanos somos fascinantes, tratamos de labrarnos una identidad durante toda nuestra vida, buscamos ese algo característico y personal que nos define, que nos hace únicos y que a la vez nos hace sentir dentro de un determinado grupo, y cuando pensamos que lo hemos conseguido, y que somos capaces de describirnos en base a una serie de cualidades que representan nuestra esencia, nos sorprendemos comulgando con algo que, desde luego, no creíamos que saldría de nosotros.



Liarse de nuevo con alguien del pasado (lo que se denomina necrofilia sentimental), o con una amistad de toda la vida con quien jamás imaginaste que lo harías, acceder a hacer eso para lo que juraste que no te iban a coger de tonto, volver a tropezar por cuarta vez con la misma piedra, o reaccionar desmesuradamente ante algo que en teoría no debería afectarte tanto. La lista es variada y tan larga como uno se proponga.

Hay una serie de premisas que tengo absolutamente claras en la vida, como que nunca seré fumador porque sólo de pensarlo siento arcadas, o que por mucho que intenten vendérnoslo como algo normal y haya tíos que los usen, jamás me pondré un tanga, pero hace muy poco bebí de un agua que no creí que probaría en mi vida, así que quien sabe si llegaré a cumplirlas…

viernes, 19 de octubre de 2007

Mentiras de la infancia

Dicen que al ser inocentes y no saber de las maldades e injusticias del mundo, los niños son más felices, ya se sabe, la felicidad del ignorante. Yo fui feliz, pero hay ciertos mitos de entonces que me causaban una angustia “que pa qué”.

Todos los padres mienten a sus hijos para fomentar o evitar que desarrollen ciertos comportamientos o conductas. Estas mentiras podían ser piadosas y anecdóticas, como las que nos colaban para conseguir que comiéramos de todo (sobre todo en mi caso, que era un auténtico coñazo), o por el contrario, podían rozar la crueldad y dejarte traumatizado.

Respecto a las primeras, hay que reconocer que mi madre era de lo más imaginativa, y que de no haberlo sido, ahora mismo yo estaría con suero intravenoso en alguna cama de hospital. No sé muy bien por qué pero yo no comía; no es que comiera poco, es que no comía nada. No tenía apetito, y lo único que me tentaban eran los frutos secos y las galletas que, quieras que no, no constituyen una dieta demasiado recomendable para nadie. Siendo así, me preparaban unos biberones que eran auténticos cócteles nutricionales propios de culturistas; concentraban todo un almuerzo en la batidora, y lo mezclaban con lo que fuera necesario para que no fuera asqueroso y me lo tomara. Durante un tiempo, la única forma que tuvieron de hacer que comiera algo sólido fue ponerme platitos con cosas en una mesa baja delante de la tele, para que fuera picando como el que no quiere la cosa mientras veía dibujos animados. Cuando fui creciendo me ofrecían premios si me comía todo (premios que jamás llegaban y de los que me olvidaba enseguida), o hacían juegos con el potaje para que fuera divertido comérselo. Me camuflaban una comida dentro de otra, me mentían sobre lo que era, o directamente inventaban una historia fantástica para que comerme aquello supusiera una aventura épica. Hubo una época en la que a mi hermana le dio por comer peras, y para conseguir que probara los nísperos, mi madre le dijo que eran peras australianas. Desde ese momento se los mandaba encantada de dos en dos, pensando que estaba probando un manjar exótico y exclusivo. Un buen día le discutió a una amiga y a su madre que la fruta que acababan de traer eran peras australianas y no nísperos como argumentaban ellas. La mujer era danesa, y le costó un buen rato entender qué demonios le estaba diciendo esa niña.

Por otro lado estaban esas fatídicas amenazas, mediante las cuales nos advertían que nuestro comportamiento tendría consecuencias fatales. Me encantaba ponerme bizco, y cada vez que lo hacía me decían que me iba a quedar así para siempre, pero nunca hice demasiado caso, me lo decía tanta gente que estaba gastada la información, y además disfrutaba haciéndolo porque se veía el mundo desde otra perspectiva. Lo mismo me pasaba con lo de los cortes de digestión, sabía que el tema era más serio pero ¡por dios!, ¡te jodían las vacaciones playeras! El tiempo de espera tras comer para meterse en el agua variaba de una a tres horas según quien te lo contara, y yo sólo quería mojarme un poco, ¿No entendían que no iba a hacer contorsionismo ni a correr una maratón? Pues no… a morirse de calor para no evitar una muerte segura. Mierda…

La mentira que si me acojonaba era la de los bichos por la boca por decir palabrotas, ¿se imaginan qué asquerosidad?, el youtube estaría lleno de videos sobre eso. Recuerdo que una vez me lo dijeron con una cara tan seria después de haber dicho palabras “no aptas para niños”, que salí corriendo a beber cantidades ingentes de agua para matarlos a todos. ¡Se iban a quedar con tres palmos de narices mientras subieran por la traquea frotándose las patas, y se vieran avocados a una muerte segura por ahogamiento!

Otra vertiente más extendida y universal en lo que a mitología infantil se refiere, es la de las criaturas benévolas o malévolas que nos visitaban y acechaban sin que nos percatáramos de ello; no sé ustedes, pero yo me pasé media infancia mirando los posibles poritos que pudiera haber en las paredes, cada vez que mi madre me decía que debía portarme bien porque Los Reyes magos estaban vigilándome por un agujerito. ¿Dónde ha quedado la intimidad? Eso es como mínimo voyeurismo pedófilo, con el agravante del consentimiento de los padres, que no objetan nada al respecto, e incluso dejan que estos viejos verdes (recordemos que Melchor tiene canas hasta en las orejas), les hagan regalos a sus hijos. Otro hombre del gremio que se atrevía a entrar en nuestras vidas, quisiéramos o no, era Papa Noel, un hombre con carta blanca para entrar en todas las casas del mundo mientras sus habitantes duermen. ¡Que irresponsabilidad en los tiempos que corren!

Coñas aparte, tanto la noche del 24 de diciembre como la del 6 de enero, eran con diferencia dos de los acontecimientos más importantes del año en la vida de un niño, porque la ilusión con la que se espera la llegada de esos días es una emoción muy difícil de volver a experimentar en el futuro. Ellos llegaban, y sin pedir nada a cambio (ya que podías permitirte hacer perrerías durante el año sin que te lo tuvieran luego en cuenta), te colmaban de regalos y te hacían feliz. El ratoncito Pérez era otra criatura de lo más complaciente, porque te procuraba alegría por algo tan antiestético como desdentarte; quienes no eran tan bien recibidos eran El coco y El hombre del saco.

La nana del coco es sin duda una incongruencia en sí misma, ¿qué niño iba ser capaz de pegar ojo, si sabía que en cuanto bajara la guardia un ser indefinido iba a devorarlo? Se suponía que la premisa de que si no dormíamos vendría nos tranquilizaría. Francamente, no sé a quien se le pudo ocurrir tal disparate.

Con quien peor lo pasé yo fue con El hombre del saco, ese si que me acojonaba; imaginaba que en algún momento en que mi madre y mi tía estuvieran probándose ropa y yo me despistara, iba a venir este cabronazo sin escrúpulos, me iba a meter en su incómodo saco (que a mi parecer sería como los sacos de papas y picaría mucho), y me sacaría de la tienda con la suficiente habilidad para que nadie se diera cuenta. Una vez fuera, me subiría junto a los demás niños secuestrados en su descapotable rojo (no sé por qué me imaginaba que tenía uno), y me abandonaría en lo alto de una montaña inaccesible, condenándome a una muerte segura por inanición. ¡Qué mal rollo!

A pesar de la ansiedad que pudieran ocasionarnos, o lo estúpidos que nos sentimos al descubrir la verdad, estas mentirijillas nos curtieron, nos alejaron de peligros, nos proporcionaron alegrías e ilusión, y sobre todo, hicieron que nuestras vidas carentes de preocupaciones “serias” ni responsabilidades, fueran de lo más emocionantes.

domingo, 14 de octubre de 2007

¡Cumpleaños feliz!

Hoy soy oficialmente mayor de edad en todos lados (21 añitos), aunque eso no cambia mi vida más allá del bajón que pueda darme en algún momento puntual, al pensar que la cuenta atrás hacia los 30 ha empezado. Es curioso cómo cuando somos pequeños nos ponemos un año más aunque falten meses para que llegue el día en que realmente cumplamos, y ahora apuremos hasta el último día para no afrontar la realidad de que, efectivamente, tenemos esa edad.

Recuerdo que mi primera pequeña crisis al respecto la tuve al cumplir los 18 (¿cómo iba a tener 18 años? ¡Era de locos!), los 19 me ofrecieron una tregua, y a los 20 volvieron a trastocárseme los esquemas. En cualquier caso estoy encantado de tener esta edad, y no me desconsuela pensar en la adolescencia o la niñez, aunque a veces pueda recordarlas con cariño y nostalgia.

A mucha gente le extraña que yo no celebre cumpleaños multitudinarios, en los que reunir a personas que ni se conocen ni tienen interés en hacerlo, y que van a estar incómodas y me van a hacer sentir incómodo a mi; prefiero ser más práctico y quedar cada año con una persona o un grupo diferente, porque en realidad me lo paso mejor que con una multitud impersonal.

Cuando era pequeño si que celebraba fiestas con muchos invitados de lo más divertidas. Intentaba que cada año fuera original y distinto al anterior, y hubo un par de ellos que recordaré siempre. Además de fiestas en casa con visionado de la peli Disney de turno, para luego acabar jugando en la plaza, están “los memorables”, como cuando cumplí los 9 años que fui con una manada de amigos a la antigua plaza de toros, reconvertida en parque infantil donde se celebraban cumpleaños; camas elásticas, juegos, recreativos, atracciones, comida, tarta….debió ser una dejada de perras importante, pero lo recordaré siempre. Cuando cumplí los 13 me fui con dos amigos en el barco de mi padre hasta la playa de Antequera. Se supone que íbamos a ser seis, hizo mal tiempo y uno de ellos mareó. Para colmo estaba el entonces novio de mi tía (ahora su marido), cuya presencia no me hacía demasiada gracia (¡joder!, era mi cumpleaños, ¿qué pintaba ese desconocido allí?), aún así, me gustó mucho porque fue diferente. Al año siguiente hice un cambio total de estilo y llevé a toda mi clase de chuletada al monte. Creo que esa fue mi última celebración multitudinaria.

Otro cumpleaños que recuerdo con gran nitidez fue uno de los que celebré conjuntamente con mi hermana (cumplimos con 2 semanas de diferencia, así que nuestros padres a veces eran prácticos y hacían un 2x1). Fue en el enorme garaje de la casa de mi abuela, y lo recuerdo porque cuando trajeron las dos tartas todo el mundo quiso comer de la mía (chocolate), y la de mi hermana (limón) se quedó apenas sin tocar. Recuerdo ver la cara de mi hermana en ese momento, y en un intento de que no se notara tanto la descompensación, no probé la mía y me mande yo solito casi la mitad de la suya. Fue un acto bonito, pero todavía me duele la barriga cuando lo pienso.

Los cumpleaños son algo que nunca debería dejar de celebrarse, sea del modo que sea; son un día especial, nuestro día en el año, y que seamos mayores, o que hayamos vivido tantos que ya nos parezcan todos iguales, no debería ser excusa para dejar de hacer algo especial y diferente ese día.

Sean cuando sean… ¡Feliz cumpleaños a todo el mundo!

miércoles, 10 de octubre de 2007

Páginas atascadas

Hoy estoy cabreado por una serie de historias en mi casa que me tienen de los nervios; estaba escaneando fotos y el escáner dejó de funcionar por la cara, internet no quería arrancar, el ordenador está lento, y ya venía caliente de la calle por otros motivos. A pesar de tener el messenger repleto de gente interesante, no quise hablar con nadie porque no estaba de humor, así que me puse a buscar fotos para próximos artículos que tengo en mente. Enlacé así con dos páginas consecutivas que se negaban a ser rechazadas, y eso ya fue la gota que colmó el vaso.

¿Se puede saber por qué hay páginas imbéciles, que una vez que entras en ellas no te dejan ir atrás? ¿Qué coño pretenden? ¿Acaso creen que por quedarse ahí voy a cambiar mi idea de volver a google para seguir mi búsqueda, y voy a visitarla con resignación?

¡Joder! ¡Claro que no!, es más, ese comemierdismo rastrero, regido por el planteamiento de “como te quedas enganchado en esta pagina, no vas a seguir viendo mas”, es poco productivo y propio de estúpidos, que no piensan en lo que le van a tocar los huevos a la gente si con eso pueden conseguir que algún vago se quede visitando el sitio. No sé quién decide que unas paginas sean de no retorno, pero quien quiera que sea debería ser apaleado.

Si no me interesa tu página no voy a quedarme viéndola sólo porque no me dejes volver a google. La cerraré, volveré a entrar en el buscador, pondré las palabras clave que había puesto originalmente, y evitaré volver a entrar en la misma para no cogerme una calentura sin necesidad. Es más, desde aquí les invito a todos a que abandonen una página en cuanto se den cuenta de que usan esa sucia estrategia. ¡Que se las pique un pollo epiléptico!

viernes, 5 de octubre de 2007

Canibalismo light



He de hacer una confesión pública: yo… me muerdo las uñas. Sé que es una costumbre asquerosa que da muy mal aspecto, y que afea muchísimo las manos, pero es que no lo puedo evitar. Es una droga que ni siquiera tengo que molestarme en conseguir, no como el fumador que tiene que ir hasta el kiosco o el yonqui que va a al rincón oscuro de un parque, mis uñas están ahí sin más, y cuando se acaban vuelven a salir para saciar mi adicción.

Al contrario de lo que piensa mucha gente, los mordedores de uñas no se las comen, tan sólo disfrutan del indescriptible placer de arrancarlas y dejar la punta del dedo libre de cualquier saliente, padrastro o cutícula “fuera de lugar”. El extraño gusto que extraemos de esta actividad se ve claramente descompensado por todos sus efectos negativos, ya que además de la cuestión estética, tiene consecuencias fisiológicas horribles. Las uñas quedan totalmente inútiles, haciendo que actividades cotidianas como abrir una lata, coger una moneda del suelo, atrapar cosas muy pequeñas entre los dedos, o la que es más importante, rascarse, se vean seriamente dificultadas o directamente impedidas. Las anteriores no me importan demasiado, pero lo de no poder rascarme me mata, y me paso la vida pidiéndole a la gente que lo haga por mi; tengo un máster en lo que a rascadores de espalda se refiere, y he desarrollado predilección por artilugios de lo más variopintos que puedan ejercer esa función, objetos que van desde tenedores a tapas de desodorante, todo vale. Para cuando no hay ningún utensilio que pueda satisfacer esa necesidad, siempre está el socorrido quicio de una puerta o la esquina de algún mueble; es muy común en mi familia vernos rascándonos la espalda contra el filo de una puerta, y nadie se extraña por ello, no así cuando lo hago delante de desconocidos. La gente es demasiado impresionable.

Afortunadamente todo esto ha cambiado porque me llena de orgullo poder decir con la boca bien grande que… ¡¡¡hace una semana que no me las muerdo!!! ¿Se lo pueden creer? ¡Yo todavía no! Es fantástico ver cómo me asoma la parte blanca que jamás dejaba crecer y comprobar cómo el potencial de mis dedos aumenta cada día, y lo que es más importante…¡Puedo rascarme yo solito! ¿Saben lo que es eso? ¡Es increible! Me paso el día rascándome la espalda, preguntándome cómo he podido vivir todos estos años con esta “discapacidad”.

Según la wikipedia, “La onicofagia (del griego onyx, ‘uña’ y phagein, ‘comer’) es el hábito de morderse o comerse las uñas de uno mismo, normalmente asociado con el nerviosismo, el estrés, el hambre o el aburrimiento. También puede ser un síntoma de algún desorden mental o emocional, según su frecuencia. Su nombre clínico es onicofagia crónica”.

La mía desde luego es (perdón, era) crónica y extrema. A veces llegaba al punto de hacerme daño en las puntas de los dedos, dejándome las manos inútiles durante horas por el dolor que me producía cualquier actividad manual. En definitiva es un fastidio y una mierda.

Lo he intentado dejar muchas veces a lo largo de mi vida, pero ninguna cuajaba, y es que por mucho tratamiento o productos farmacéuticos que te puedan recetar, la clave está en la voluntad, y si no estás plenamente convencido de que tienes que dejarlo, no hay nada que hacer. El hecho que me impulsó a hacerlo definitivamente fue que se me inflamara un dedo (seguramente porque se me clavó algún padrastro y se me infectó), y el dolor no sólo me dejara una noche sin dormir, sino que también me propició la maravillosa experiencia de que te drenen pus de un dedo, algo horriblemente doloroso y asqueroso. Aún así, agradezco que me haya pasado esto, porque voy a dejar para siempre atrás mis horribles uñas, y conseguir las manos bonitas que me corresponden.

Dicen que en lo que primero que se fijan en un hombre es en las manos, los zapatos y el culo (además de tópicos más comunes como la sonrisa y los ojos). Tengo unos pies pequeños pero muy bonitos, (pa qué mentir), y siempre pueden disimularse con unos zapatos alargados. Mi culo ha sido alabado en más de una ocasión así que muy mal no debe estar, por mucho que a María le parezca de lo más mediocre, pero claro…es comprensible, pues ella adora el suyo y es incapaz de apreciar los ajenos (la verdad es que siendo objetivos lo tiene precioso). Sólo me quedaría por solucionar entonces el tema de las manos, que en unos meses serán mirables. Así que una vez alcance mi objetivo, podré salir a la calle no sólo con la mirada al frente, sino también con las manos bien altas y visibles. El nuevo Pablo ha llegado.