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domingo, 28 de septiembre de 2008

Culturización gratuita

Una de las ventajas de tener unos padres con un nivel sociocultural tirando a alto, es que desde siempre me hayan fomentado el acercamiento a las distintas manifestaciones artísticas. Me inculcaron el amor por la música clásica, aprendí a disfrutar del arte en general, y consiguieron que realmente leyera por placer desde una edad muy temprana. Desde que mi hermana y yo éramos bebés siempre nos cayeron libros en cumpleaños y reyes, y lejos de disgustarnos, los recibíamos complacidos como un regalo más. Mi madre cuenta siempre que cuando éramos pequeños, una de las asistentas le comentaba sorprendida que nos veía coger libros de la estantería, para sentarnos a leer sin que nadie nos obligara.

En base a ello, siempre han tenido la política de no ser rácanos si de culturizarnos se trata, de modo que además de aclararme en su día que siempre me darían el dinero que pidiera para libros, mi madre, que prácticamente vive en el auditorio, se pasa la vida proponiéndome que la acompañe a ver conciertos, óperas y recitales. Lo próximo que voy a ver con ella es un concierto de Rufus Wainwright, un emotivo músico estadounidense, especialmente conocido por haber colaborado en las bandas sonoras de películas como Moulin Rouge, Brokeback Mountain o Yo soy Sam. La que quizás ha sido su colaboración más famosa es el "Hallelujah" con el que acompaña una de las secuencias finales de Shrek. Con ese tema les dejo mientras escojo la ropa para escucharlo en directo. Disfrútenlo...


jueves, 25 de septiembre de 2008

¡Fos!

El otro día viví una experiencia nueva, única, inesperada… y asquerosa. Era de noche y bajaba por la calle junto a María; veníamos de tomarnos algo en una cafetería y nos dirigíamos al coche charlando distraídamente. María había decidido cambiar de lado por preferir ir a mi derecha en lugar de a mi izquierda, y apenas un minuto después de que lo hiciera, advirtió algo en lo que no habría podido reparar de haberse quedado en su posición inicial. Lentamente se separó de mi lado, se colocó a una distancia prudencial, y sin terminar de creérselo y tomándose su tiempo, me comunicó su descubrimiento; tardó en reaccionar, ahogó un grito y muy lentamente me dijo algo que nadie querría oír jamás: “¡Tienes una cucaracha en el hombro!”. Incrédulo y con una media sonrisa temerosa, le pregunté si estaba bromeando, y cuando me lo confirmó con el semblante serio, giré levemente la cabeza y la ví. Allí estaba: grande, gorda y repugnante. Estaba posada sobre mí como si fuera el sitio más normal en el que pudiera estar, y me miraba con su repugnante cara de bicho. Incluso me pareció ver que movía las antenas como si estuviera tentada de avanzar hacia mi cuello que, dada la poca envergadura de mis hombros, estaba realmente cerca. En apenas un segundo desarrollé toda una coreografía de aspavientos y espasmos digna de ser utilizada en un videoclip de breakdance. Hice varios amagos de echarla de su sitio a manotazos, y ante la idea de que pudiera estar sobre la camiseta o le diera por meterse dentro, completé el baile golpeándome el torso y sacudiéndome la ropa compulsivamente. Al volver en mí y acabar con el numerito (que a juzgar por el modo en que me miraban, debió asemejarse a una posesión demoníaca), recuperé la compostura, cogí mis cosas del suelo, y nos marchamos de allí lo más dignamente posible. La cucaracha se fue volando indiferente (encima volaba, la muy guarra), y seguramente regresaría a su alcantarilla a dormir tranquila, sin saber que a mí, por el contrario, me dejaría media noche con la paranoia de tener más bichos encima. ¡Fos!

sábado, 20 de septiembre de 2008

Curas oportunistas


Ayer se celebró una nueva misa por mi amiga (prometo que este es el último post en el que hablo del tema), y tal y como temía se cumplieron mis peores presagios: el cura pecó de oportunista y se salió del tema como no debería haberlo hecho. Me toca mucho los cojones que, amparándose en que es un asunto de ellos y aprovechando que gozan de un público que no suelen tener en sus tristes sermones cotidianos, traten de imponer con calzador los moralismos católicos que nadie les ha pedido. Siempre me ha chocado que un clérigo hable sobre lo maravilloso que era nuestro difunto sin conocerlo, pero por otra parte es lógico, porque alguien ha de hacerlo. En ese sentido deberíamos aprender de los estadounidenses, que hablan con conocimiento en los entierros de sus seres queridos, haciendo que todo resulte más personal y verosímil. En el funeral de mi prima segunda subió su hermana pequeña al altar; habló de cuánto la echaría de menos y todo lo que haría a modo de homenaje en su nombre. Lejos de resultar cursi fue muy emotivo y un gesto realmente bonito.


En cualquier caso, como aquí esa costumbre no está popularizada, “acepto” que el párroco trate de hacernos más fácil el trámite divagando sobre lo divino y lo humano, o hablando de los sentimientos universales a los que todos nos enfrentamos en estos casos, pero no me da la gana que aprovechen la circunstancia para tratar de convertirnos a todos a su rancia ideología. En el sepelio de mi tío abuelo se detuvo a condenar el sacrilegio que suponía que las parejas de hecho convivieran sin haber pasado por la vicaría, y en el de mi amiga lanzó punt
as más que reprochables. Para empezar, en lo que se supone que era un consuelo por la pérdida, y haciendo referencia al reino de los cielos, dijo que gracias a su muerte ahora todos éramos felices.
¿¿Perdón?? ¡Feliz serás tú que tienes quien escuche tus paridas, hijo de puta!
Y es que al parecer su muerte nos hacía comprender que Dios es el único camino para encontrar la felicidad, y que todos los que tratábamos en vano de dar con ella, sin recurrir a esa mágica fantasía milenaria, éramos unos gilipollas desgraciados condenados a una vida vacía y triste. ¡Anda y que te den!


En la misa de ayer hablaba de cómo “El señor” era capaz de obrar cosas maravillosas, mientras nosotros nos encargamos de cagarla cometiendo crímenes abominables como la eutanasia o el aborto. Vamos a ver pedazo de gilipollas… ¿A cuenta de qué saltas ahora con eso? Si estás en contra de según qué cosas, TE JODES, pero no te aproveches de la posición privilegiada que te dan tu puesto y tu micro, porque sabes que la gente no sólo no está de ánimo para rebatirte nada, sino que todos tienen más educación que tú para no faltarte así al respeto. Además, estamos ahí para despedirnos de una persona, no para discutir cuestiones controvertidas o que nos contamines de tus pajas mentales. ¿Y si hay alguien presente que se ha visto en la situación de abortar o tener que enfrentarse al deseo de eutanasia de alguien querido? ¿Quién coño te crees que eres para darle lecciones morales y hacerle sentir mal? ¿Acaso crees que la gente se dedica a tomar esas medidas a la ligera y no les supone un trauma? ¡Ten un poco de vergüenza, que ha muerto una persona, y deja tus cruzadas para otro momento!
De milagro no se puso a revisar bolsos para requisar condones y obligarnos a todos a follar a pelo (o a ser castos, ya que estamos).


Cada vez tengo más claro que haré como el grandísimo Fernando Fernán Gómez (¡no dejen de ver el documental “La silla de Fernando”!), quien siendo consecuente con sus ideas, se encargó de que su “velatorio” se celebrara en un teatro y no en una iglesia.
¿Por qué ante un fallecimiento hemos todos de tragar con el componente religioso, cuando cada vez hay menos creyentes? ¿Por qué toleramos estas faltas de respeto sin rechistar? Como el día de mi sepelio oiga a un payaso de estos salirse de su labor, para condenar la falta de financiación de la iglesia o alguna pollada por el estilo, abriré el ataúd y le daré un bofetón. Sólo así descansaré en paz.

martes, 16 de septiembre de 2008

Egoísta de mierda

El egoísmo recalcitrante siempre me ha chocado sobremanera. No concibo que haya gente tan sumamente desconsiderada, que amparándose en razones más que cuestionables y del todo insostenibles, acaben actuando como unos verdaderos hijos de puta. El egocentrismo y el consecuente ánimo de lucro son la base de gran parte del mal del mundo, así que uno se resigna a esperar ese comportamiento de los mandamases sin escrúpulos que manejan la sociedad, pero no de sus seres cercanos. Y es que los sucesos trágicos o intensos sacan lo mejor y peor de nosotros, y en el caso de quien hablo sacó lo peor de lo peor.

Hace pocos años, en mi clase teníamos un grupito compuesto por quienes acabaron resultando mis dos “íntimos” del colegio, otro chico, la amiga que falleció y la cabrona de la que hablo. Dentro de esa tropa, las dos chicas y yo nos llevábamos más de lo que se llevaba el grupo en conjunto, reuniéndonos más a menudo y llegando a hacer un viaje los tres solos. Al llegar al instituto (donde permanecimos juntos) yo no perdí relación con nadie, pero la cabrona si… parecía que los demás ya no estaban a su altura. Desde entonces, además de con “C” (llamémosla así para abreviar “Cabrona”), con quien mantenía una estrecha relación, seguí reuniéndome periódicamente con los chicos y viendo regularmente a la que murió. “C” perdió todo contacto con los demás porque le dio la gana, por mucho que intentara disfrazarlo con excusas baratas, con las que salvaguardar su imagen de egocéntrica y potenciar la de víctima a la que han dejado de lado (cuando en realidad siempre la animaba a quedar en conjunto y los otros me preguntaban por ella). Durante un tiempo yo también estuve parcialmente desconectado de quien luego enfermaría de cáncer, pero recuperamos la relación poco antes de que le detectaran el tumor. Desde antes de la fatídica noticia animé a “C” a vernos los tres juntos de nuevo, y se negó en rotundo aludiendo a que había pasado mucho tiempo y no tenía ganas. El día que le comuniqué lo del tumor su posición se volvió aún más radical y jamás fue a verla, ni viva ni muerta (y de contactar con ella por teléfono, ordenador o carta, ni hablamos).

Aunque mi amiga y yo no hubiéramos quedado antes de enterarme de la noticia, me habría visto en la obligación de acompañarla en mayor o menor medida en el transcurso de su enfermedad, por el sencillo hecho de que tiempo atrás habíamos sido muy cercanos, y si habíamos perdido relación había sido porque cada uno había cogido su camino, pero no porque se hubiera acabado el cariño o nos hubiéramos enfadado; nunca habría podido actuar zanjándolo con un “¡Ahí te pudras!”

Durante meses estuve hablando con ella, visitándola al hospital y a la casa, y preocupándome de que supiera que estaba allí para lo que fuera. Animé a los chicos a venir a verla conmigo y lo hicieron con bombones bajo el brazo, y aún cuando estuvieron mucho más distantes que yo, siempre se preocuparon en preguntarme por ella y el transcurso de la enfermedad. “C” pasó de todo, y cuando le sacaba el tema me daba largas o se ponía de mal humor. El primer día que la fui a ver al hospital la sorprendí con un enorme oso de peluche que le regalé en mi nombre; la idea era comprarlo a medias con “C”, pero si ya de por si no pensaba mover un dedo por ella, menos iba a pagar un céntimo en un regalo para una moribunda ¡Lo que faltaba!

Cuando la abroncaba por mala persona, siempre se amparaba como si fuera excusa suficiente, en que no le gustaban ese tipo de situaciones (¿acaso a alguien le gustan?), que se sentía incómoda porque no sabía cómo actuar, y que en cualquier caso no estaba en la obligación puesto que ya no tenían relación; trató incluso de jugar la sucia carta de que ella seguramente no querría verla (lo cual era mentira, y lo sabía), y finalmente, tras mucha advertencia de que se le acababan las oportunidades, murió. Creo que sobra decir que ni apareció por el tanatorio ni fue al funeral.

Pero sin duda lo más fuerte de todo, es que el día en que murió había una cena programada con “C” y sus amigos. Le mandé un mensaje y la llamé para avisarle de que ya se había acabado todo, y lo único que acertó a preguntar fue si finalmente iba a ir a su comida, porque tenía que saberlo para administrar las raciones. Como en ese momento yo no estaba como para desatar la mala leche, sólo atiné a decirle que no creía, puesto que no tenía yo el cuerpo para jotas, y la muy perra, lejos de comprenderlo y disculparme, me echó la bronca, puesto que “era algo que habíamos planeado hacía tiempo, que todos teníamos problemas, y que la vida seguía”. Sin perder los estribos (ya digo que no tenía sangre en el cuerpo en ese momento), traté de hacer que entrara en razón y despertarle la empatía para que se diera cuenta de que, en cualquier caso, y aunque finalmente fuera para despejarme, seguramente no estaría demasiado elocuente. Su respuesta fue que “si iba a ir pa estar callado que mejor no fuera”. Ver para creer.

Por supuesto ni fui, ni di señales de vida ni nada de nada, no se lo merecía y bastante ocupado estaba con el tour de tanatorio que me esperaba. Al día siguiente por la noche (el del entierro), me escribió algo en el Messenger, y antes de leerlo supuse que se trataría de una disculpa…ni siquiera “C” tenía tan poca vergüenza como para dejar las cosas así…o igual si, porque además de no hacer ninguna referencia a nuestra amiga fallecida, se limitó a llamarme la atención en tono lastimero por no haberle avisado de que no iba. ¿Pero de qué coño va? Estallé y empezó a salir por ambos bandos toda la mierda acumulada durante años. ¿Cómo era posible que no se diera cuenta de que lo último que me importaba en ese momento era su estúpida cena de mierda? Es más, ¿cómo es posible que no la cancelara de inmediato? Quisiera pensar que ahora le carcome por dentro el cargo de conciencia por haberse desentendido como lo hizo, pero no… eso no sería propio de la egoísta que siempre ha sido.

Le lancé mil bufidos sobre lo poco considerada que era al suponer que todos éramos igual de fríos que ella, que parecía no afectarle lo más mínimo lo sucedido, y sobre la poca calidad personal que tenía al tratar de reprender a alguien por algo así, cuando cualquiera excusaría a otro si se le muriera alguien. La animé a hacer un examen de conciencia y me contestó chulesca que no tenía por qué, puesto que ella la ayudó mucho en vida (haciendo referencia a dos días que la acompañó a un par de sitios “de mujeres”), y que yo era un hipócrita por apuntarme al carro después de ese periplo. Increíble. Fui yo quien siguió viéndola, fui yo quien le hizo recados que ella no podía hacer desde la cama, quien hablaba con ella por Messenger, la iba a ver al hospital, la visitaba en casa y se ocupaba de que los demás fueran a hacerle pasar un buen rato; también fui yo quien se comió la enfermedad enterita, desde que “sólo” estaba calva, cansada, inflada por la cortisona y ciega de un ojo, hasta que el declive fue cada vez más notorio, viendo cómo todos sus supuestos amigos la dejaban de lado por sentirse incómodos con la situación, acompañándola cuando pasó de ser optimista a ser consciente de que sus días estaban contadas, pasando con ella los dos últimos días de su vida en el hospital aunque estuviera sedada, y yendo SOLO al funeral. Pero está claro que no haber ido con ella a un asunto médico femenino hace seis años anula todo lo anterior. ¡Hay que joderse!

Hace tiempo que mantenía a “C” como amiga residual, alguien a quien tenía cariño por haber vivido mucho juntos pero que objetivamente ya no me aporta nada, a quien he aguantado innecesariamente más de un desplante, y con quien acababa quedando por obligación y sin ganas. Después de esto, y sin que me entre ya cargo de conciencia, puedo decirle con la boca bien grande: ¡Que te follen egocéntrica!


sábado, 13 de septiembre de 2008

¡Hasta siempre!

Hace mucho que no escribo y, salvo excepciones puntuales, he ido tirando de artículos escritos tiempo atrás. La razón, además de la época en que estamos, es que no he encontrado tan divertidas mis circunstancias como para reírme de ellas con facilidad, y es que en los últimos meses, y más especialmente en las últimas semanas, no he estado tirando cohetes precisamente. Parte de “la culpa” de esto la tiene una amiga de la infancia, que murió ayer tras un año de lucha. El cáncer ganó la batalla.

Siguiendo con la tradición instaurada tiempo atrás, de enterarme de desgracias ajenas en pleno periodo de exámenes (otro cáncer terminal que luego remitiría de forma milagrosa), mi amiga me comunicó en agosto de 2007 que le iban a hacer una pruebas, porque existía la posibilidad de que “ese bultito” de la boca pudiera ser algo malo. Tras unos días de incertidumbre se confirmó que tenía un tumor maligno. Empezó entonces un periplo médico que la llevo de un lado a otro, consultando a varios especialistas, ingresando periódicamente en el hospital para ser tratada, y viajando para ver a expertos foráneos. No se pudo hacer nada y volvió aquí, a Tenerife, para morir junto a los suyos.

Durante ese año su vida cambió drásticamente. Pasó de ambicionar suculentos planes de futuro a verse postrada en una cama de hospital, sometida a un tratamiento durísimo que la dejaba agotada (quienes hayan vivido de cerca el proceso de la quimioterapia sabrán bien de lo que hablo), y viendo impotente cómo la vida se le escapaba de las manos. A pesar de todo, y aunque los resultados de sus pruebas fueran cada vez menos halagüeños, mantuvo la esperanza hasta el final, y el optimismo con el que se enfrentó a la enfermedad es realmente encomiable; otros hubieran agachado la cabeza para lamentarse y esperar su hora, pero ella no, no le daba la gana y punto. Esa actitud no iba en absoluto con su carácter. Tanto es así, que cuando estuve con su madre en el tanatorio, me comentó con una sonrisa cómplice eclipsada por unos ojos llenos de lágrimas, que habían pensado ponerla con el dedo haciendo el corte de mangas.

Aún no me creo que ella, una de las personas más risueñas y disparatadas que he conocido, haya acabado sus días de una forma tan terrible, y es que a pesar de que los casos de cáncer parecen multiplicarse en todos lados, no consigo asimilar que esa fatídica lotería sea tan poco parcial; no concibo que ponga punto y final a la vida de un abuelo igual que lo hace con la de un niño. Ella tenía 23 años.

No soy creyente en absoluto, así que obviando frases habituales que menten al “todopoderoso” o al reino del cielo en el que todos nos reencontramos, sólo te diré con todo el cariño del mundo: ¡Hasta siempre nené!

sábado, 6 de septiembre de 2008

Aquí SI hay quien viva

Creo que sólo he visto a mis “nuevos” vecinos cuatro veces en dos años, y una de ellas fue porque subí a la casa para pedirles una llave ¡Qué triste! ¿no?
En realidad no lo es, o al menos eso pensaría si me hubiera criado en este edificio y no en el que lo hice, pero lo cierto es que ante estas situaciones no puedo sino recordar con añoranza mis años en la parte alta de la ciudad. Viví durante doce años en una comunidad de cinco bloques, donde no sólo conocía de vista y saludaba a todos mis vecinos, sino que en general todos nos llevábamos bien, nos deteníamos a hablar, y traspasábamos la barrera de la cordialidad cívica estableciendo relaciones de verdadera amistad.

Podría parecer que esta visión está desvirtuada al ser la de un niño, pero nada más lejos de la realidad. Mi comunidad estaba un poco aislada, en el sentido de que salvo por unos pocos locales comerciales había que coger coche para todo, de ahí que dentro del propio complejo urbanístico hubiera una enorme plaza de dos pisos (lo que la convertía en dos en realidad), donde los niños jugábamos, los adolescentes tonteaban, y los adultos se sentaban a pasar el rato o charlar con alguien.
Obviamente existían grupúsculos pero en general éramos como una gran familia, especialmente dentro de cada edificio, aunque en realidad esto último son más divagaciones mías que otra cosa, porque nunca pude constatarlo. Lo que si que sé, y mucho, es cómo era la vida de puertas hacia adentro en mi bloque.

Mi edificio estaba constituido por siete pisos de dos viviendas cada uno. En el primero vivía un matrimonio formado por una danesa y un sevillano (me pregunto cómo acabaron viviendo en Tenerife), y sus dos hijas. Mi hermana y yo vivíamos en el piso de encima y nos pasamos muchas tardes jugando en su casa, al igual que pasara con los hijos de la vecina del tercero, que eran nuestro mejores amigos.
No recuerdo en qué viviendas entre los pisos cuarto, quinto y sexto vivían otras dos familias con las que teníamos relación; las hijas de una de ellas se llevaban con mi hermana por edad, y yo me llevaba sobre todo con el hijo pequeño de la otra. Por último, en el séptimo piso vivían mi tía y mis primos (con quienes tenía una relación especial fomentada por mis padres), y otra familia en frente con la que también teníamos trato. De resto poco que destacar: un señor mayor al que nunca se le veía el pelo, pisos vacíos, y la morosa cabrona del primero, que no pagaba la comunidad pero tampoco se privaba de comprarle caprichos a sus hijos; que daba problemas de todo tipo, y cuya estúpida hija ponía discos de Camela y salsa a todo volumen bajo de mi ventana. Debimos exterminarlas y hacer que pareciera un accidente cuando tuvimos ocasión.

Mis padres eran amigos del matrimonio multicultural del primero, y cada poco tiempo organizábamos cenas con ellos y con las dos familias del séptimo, propiciando así una ocasión perfecta para que todos los niños nos reuniéramos y estuviéramos juntos hasta las tantas.
Con la mujer del tercero y sus hijos teníamos una relación realmente estrecha. Como he dicho el niño era mi mejor amigo, éramos como uña y carne, y parecía que pasábamos más tiempo en casa del otro que en la nuestra propia. Por su parte, su madre solía salir por ahí con la mía y con mi tía, y en muchas ocasiones íbamos todos de excursión al parque, al monte, a la plaza de España, con las bicis, al parque marítimo, al club náutico, a dar una vuelta en barco… a todos lados vaya. Tanto era así que solíamos pasar a menudo por la mercería en la que trabajaba, y mientras mi madre se tomaba algo con ella o se detenían a charlar, su hijo y yo cruzábamos a la plaza que había en frente y pasábamos la tarde jugando.

Mi comunidad recordaba a la serie “Cuéntame cómo pasó”; los niños no se llamaban para quedar, sencillamente bajaban a la plaza y se encontraban allí, y los adultos no tenían la necesidad de mirar a otro lado si subían en ascensor, esperando a que se abriera la puerta para huir del incómodo silencio. Todo lo contrario: les faltaba tiempo para hablar y al final sostenían la puerta mientras se comían la oreja.

Además, se fomentabas las interrelaciones entre bloques porque de vez en cuando montábamos fiestas en la plaza. Hacíamos una o dos por verano, otra en navidad, y alguna que otra aislada, pero la característica, la fundamental, la fiesta entre las fiestas, era sin duda la de San Juan. Esa si que nos la currábamos como Dios manda.
Las tareas preparatorias se establecían en varios frentes: en primer lugar “tomábamos” los deshechos de la eterna obra del final del aparcamiento (que daría lugar a tres nuevos bloques), y los íbamos llevando a la parte baja de la plaza, la de la explanada de tierra. Allí, con la ayuda de algún adulto, formábamos un montículo con una estructura interna resistente, e íbamos colocado las maderas para que cogiera forma. En segundo lugar íbamos casa por casa tocando el timbre recaudando dinero para el evento y muebles viejos o cosas que quemar, y quieras que no, cinco bloques, a catorce viviendas cada uno, dan para mucho. Los encargados de pedir dinero solían tener a uno o dos fichajes estrella para los vecinos difíciles; se trataba de niños con una capacidad especial para inspirar ternura y que nadie pudiera resistirse a colaborar en la medida de lo posible. Yo era uno de esos niños.
Había un grupito que se dedicaba a hacer el monigote (Sanjuanito), otro que compraba la comida, alguien que se encargaba de recopilar música, y… ¡Voilá! ¡Fiesta montada!
Aunque parezca mentira, esta celebración montada por niños tenía bastante éxito, y al final todos bajaban un rato a ver arder al pobre muñeco y comer algo.

Los años fueron pasando, hubo gente que empezó a irse del edificio y yo fui uno de ellos. Durante los primeros meses traté de no perder el contacto, pero ya se sabe que la distancia es el olvido, o al menos el deterioro de las relaciones, y más en esas edades, que no sólo no sabes bien que has de tener cuidado para no perder las amistades, sino que no dispones de libertad ni medios para que eso no ocurra.

Últimamente he estado por allí porque mi prima y su novio compraron el piso en el que viví, y cuando me detengo a mirar cada banco, farola, muro o árbol, no puedo evitar sentir un poco de pena al ver todo lo que perdí personalmente al mudarme, y todo lo que se ha perdido en general. Ese sitio ya no es el mismo y no volverá a serlo nunca; apenas hay niños y los que vi son changas, la mayoría de las personas a las que conocía se han marchado, y las que no sencillamente han cambiado. Yo también lo he hecho…

Donde vivo ahora tengo suerte si llego a aprenderme el nombre de alguien, y más teniendo en cuenta que al ser sobre todo jubilados, tienden a morirse antes de que pueda entablar relación con ellos.
Para ser justos he de decir que me encanta el emplazamiento de mi casa. Está cerca tanto del centro de la ciudad como de la parte nueva, y se puede ir a todos lados caminando. Sin embargo, en algunos momentos la nostalgia se apodera de mí cuando recuerdo mi infancia. ¿Existe algún sitio donde aún se viva como relato? Si es así que me lo digan para ir mirando casa y mudarme en un futuro.