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martes, 29 de enero de 2008

Logros y frustraciones extraescolares

Cuando mi hermana y yo éramos pequeños, nuestros padres solían decirnos que en el tiempo libre debíamos hacer "algo para la mente y algo para el cuerpo" (ellos son así, les gustan las frases de manual), y bajo esa premisa nos apuntaron en bastantes cosas, no tantas como a otros niños, pero desde luego muchas más que a otros amigos que jamás hicieron nada con sus vidas en la infancia.

Mi hermana estuvo en kárate, gimnasia rítmica, teatro, guitarra, y natación. De todas las actividades citadas, la guitarra fue lo que más practicó, pero como todo, con el tiempo lo fue dejando, y no creo que a día de hoy pudiera tocar una canción con la misma soltura que entonces.

Más o menos lo mismo me pasa a mí con el oboe, instrumento que aprendí a tocar “profesionalmente” durante los cinco años que estuve en el conservatorio haciendo el grado elemental. La carrera dura unos cuantos más (me faltaron el grado medio y el superior), pero como gran parte de los que entran allí, acabé estresado, deprimido, frustrado y harto. Siempre decían que la edad perfecta para entrar era entre los ocho y diez años, pero a un niño de esa edad que permaneciera estudiando el instrumento mientras avanzaba en el colegio, no se le debería pedir el nivel de exigencia que requerían ahí. Cuando ningún niño se preocupaba de sus estudios a nosotros nos exigían horas de práctica y dedicación, y yo, la verdad, no pude con todo.

A pesar de que el último año la desgana se apoderó de mí, haciendo que no me preocupara lo más mínimo por la clases, y llegando incluso a fugarme de ellas (algo impensable en el conservatorio), me dio muchísima pena dejarlo. Un buen día a mis padres se les inflaron las narices (y con razón) porque no hacía una mierda, pero es que no podía evitarlo, sólo con entrar por la puerta me deprimía, y ese último año tras uno de repetición, no estaba en mi mejor momento precisamente; atravesaba esa odiosa fase de la adolescencia en la que la melancolía y los momentos tristes superan con creces los alegres. El día en que mis padres me dieron el ultimátum, diciéndome que hasta ahí había llegado su paciencia, no pude evitar sentirme estúpido, rabioso, e impotente. Estaba aprendiendo a tocar un instrumento, no se me daba mal y de hecho creo que hasta era bueno, porque apenas estudiaba y llegaba a rendir más que otros compañeros de clase, y sin embargo había desaprovechado una oportunidad de oro para desarrollar mis aptitudes musicales.

Aún así, me queda el buen recuerdo de los primeros años y el amor por la música clásica que desarrollé, que hace que a día de hoy disfrute tanto o más con un disco de Mozart que con otro “normal” que me guste.

El conservatorio exigía que fuera a clases particulares de solfeo, ya que muchas de las personas que entraban en primero no lo hacían en blanco como yo, y debía ponerme al día para alcanzarles. Para ello iba a casa de una amiga de mi madre, Manoly, una mujer simpatiquísima que hacía unas clases muy amenas, y que solía premiar a sus alumnos con pequeñas “tonterías” que se agradecían mucho. El ambiente que se respiraba en la habitación (en la que según el día podíamos llegar a ser hasta diez personas) era familiar y muy agradable, y más de una vez interrumpíamos el estudio porque la mujer nos preparaba la merienda, nos hacía cotufas o nos daba golosinas. Una vez incluso nos llevo a todos al parque marítimo ¡Que adorable era! Perder aquello también me apenó muchísimo, y el bajón existencial que atravesaba no ayudaba, la verdad…
Cuando era chico también estuve en natación, deporte al que cogí un poco de manía por tener que practicarlo en invierno mientras llovía ¡Qué frío por dios! Si no fuera porque nada más salir de la piscina mi madre me recibía con un albornoz en una mano, y un termo con cola cao caliente en la otra, no sé cómo lo habría soportado. En cualquier caso me sigue encantando el agua, pero disfruto más buceando que nadando; bucear hace que me sienta libre aún estando “atrapado” bajo el agua. Además me gusta hacerlo con frecuencia para aumentar mi resistencia.

Poco a poco la natación fue quedándose de lado, hasta que llegó un momento en que la abandoné del todo, limitándome a practicarla en verano cuando mejor tiempo hacía, y sustituyéndola por el tenis. Debería haber tenido un poco más de constancia, porque igual así no sería tan esmirriado a día de hoy, y no pasaría penurias para encontrar ropa de mi talla.

Pasé muchos años yendo a clases de inglés y a varios campamentos en el extranjero para perfeccionarlo. Esos campamentos y clases son las actividades extraescolares a las que más debo y que más me alegro de haber llevado a cabo, porque además de divertirme y permitirme conocer a gente muy interesante, hicieron que tuviera interés real por aprender el idioma, y me proporcionaron un nivel de inglés significativamente superior al de la media de mis amigos.

Es precisamente de las actividades que menos desarrollé de las que más nostalgia tengo, entendiendo nostalgia como desconsuelo por lo que no pudo ser, pero de eso hablo en el artículo que viene a continuación

Logros y Frustraciones extraescolares (segunda parte)

Siempre me han dicho que tengo mucha creatividad, y aunque de chico pude explotarla muy brevemente, se me ha quedado la pequeña frustración de no haberle sacado más partido a. Estuve muy fugazmente en clases de manualidades (que se me dan bastante bien, para qué mentir, y si no que se lo pregunten a quienes he hecho curradas tarjetas de cumpleaños de varias páginas con relieves), de expresión corporal, y recuerdo muy vagamente haber hecho dos tonterías (algo así como un par de tardes de ensayo de las que ni me acuerdo) de teatro, que es sin duda mi asignatura pendiente y mi espinita clavada.

Me encanta el mundo de la interpretación, y además de disfrutar en el cine o el teatro por las historias que se cuentan y el modo más o menos eficiente en que están construidas, me abstraigo en mil matices de las interpretaciones. Siempre quise hacer teatro, e incluso hubo una época en la que me dio por pensar cómo sería eso de ser actor. No un actor famoso con sueldo millonario. No, no era ese mundo lo que me atraía, sino el de meterme en la piel de otras personas y poder canalizar y exteriorizar lo que uno lleva dentro (y lo que no también), pudiendo así jugar con el espectro de emociones humanas, y aprendiendo a expresarme mejor psíquica y corporalmente. Además hay quien me ha dicho que tendría talento para ello, no sólo porque pueda montar escenitas dramáticas o disparatadas fácilmente, sino porque resulto bastante convincente cuando tengo que mentir en alguna situación social (como discutir con el dependiente de una tienda para hacer una devolución, o solucionar un asunto burocrático complejo). Me parecía fascinante, me lo sigue pareciendo, y disfruto viendo entrevistas a actores en las que cuentan el por qué su profesión les resulta tan gratificante.

Actualmente el pánico escénico podría conmigo, tengo demasiadas autocensuras que me impedirían desenvolverme con la soltura que quisiera, y además odio oír mi voz, así que exponerla multitudinariamente a los demás no es algo que me entusiasme demasiado. A esto añadamos la falta de tiempo que tengo por culpa de mi pésima organización para la carrera, y que me intimidaría mucho empezar de cero ahora, cuando todo el mundo lo hace en la adolescencia o la niñez, y la verdad es que se me quitan las ganas.

Aún así, en ciertos momentos en que algo me toca esa espinita clavada no puedo evitar pensar eso de “y si…”.

Si tuviera “un par” me lanzaría a ello, pero a este respecto no los tengo, así que… en otra vida será...

miércoles, 23 de enero de 2008

Resignación borreguil



Me gustaría creer que a pesar de tener nuestras costumbres, somos capaces de adaptarnos a todo, porque la alternativa es pensar que la gente es idiota, y eso, además de muy desesperanzador, hace que yo quede de enterado.
Todo esto viene a raíz de las reflexiones que puede uno hacer cuando enciende la tele; ¿La programación es un asco porque los espectadores no dan para más, o como los espectadores no dan para más la programación es un asco?

Por razones obvias no puedo comparar la televisión actual con la que veían mis padres, pero en cualquier caso eran otros tiempos marcados por las directrices de la dictadura, así que no es equiparable. Lo que si puedo comparar es lo que se ve hoy con lo que se veía hace unos años, para lo que si tengo memoria y criterio.

Me da por pensar en aquellos tiempos en los que Los Simpson y Friends eran series divertidas y esperadas, mientras que hoy no sólo han sido repetidas hasta el punto de que no es difícil saberse los diálogos, sino que es triste comprobar cómo aún siguen siendo muy populares porque son de lo mejor que hay en la tele, y ya tiene que ser mala la programación como para que la gente (yo el primero) prefiera ver algo que ha visto un millón de veces, antes de atreverse a “zappear”.

¿Recuerdan cuando realmente sí que existía un horario infantil en el que daban cosas para niños y dibujos animados? ¿Y cuando las series y programas buenos los daban a una hora normal en lugar de a la madrugada?

¿Se acuerdan de cuando Lo+Plus era el mejor programa de entrevistas y la mejor opción para el mediodía, hasta que se pusieron a hacer humor para gilipollas y se fueron a pique? En esa época Ana García Siñeríz parecía una mujer inteligente y culta, y no el florero que es hoy. Cuando comenzó Channel Nº4 (su nuevo programa), empezó dando el pego, ya que quisieron desmarcarse de la bazofia que emitían las demás cadenas a esa hora, pero al final la audiencia manda, y pasaron de hacer entrevistas a gente decente y tratar temas reales de actualidad, a hablar de La pantoja como todo el mundo, borrando así su imagen de intelectual para siempre.

Y es que precisamente esto último es lo que más me hace sentir vergüenza de la caja tonta: La base de la programación es el marujeo barato, cutre y de barriada. ¿Somos realmente una nación de imbéciles ávida de “información” vacía?

En este sentido, TeleciRco es lo peor que le ha pasado a nuestro país. Es estúpida, hortera y aberrante. No se puede decir que tenga una mala programación porque ni siquiera tiene programas, o al menos eso parece. Su emisión se reduce a un continuo bombardeo de mierda intrascendente, en programas que se suceden día tras día con dos únicos descansos: Los informativos y los concursos. De resto tenemos el programa mañanero de cotilleo light, "el tomate", el de sobremesa (que cambia de nombre y formato periódicamente pero sigue siendo lo mismo), el/los concurso/s para desintoxicar un poco, y de nuevo algún truño por la tarde-noche, para premiarnos al final del día con…¡¡Salsa Rosa!!, al que también cambiaron de nombre, pensando que no nos percataríamos de que aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

Por si todo esto fuera poco no he mencionado lo que constituye el eje central de la cadena: Los reality shows, esos concursos de convivencia que comenzaron en el año 2000 con un novedoso programa, en el que vimos cómo se desenvolvían unas cobayas humanas en una casa prefabricada, teniendo la espontaneidad como seña principal de identidad, y que hoy son una lacra nauseabunda. En 8 años hemos tenido 10 grandes hermanos, un Bus, nosecuantas selvas e islas de famosos, un hotel glamour, un confianza ciega, y otros tantos programas VIPS (lo mismo pero con famosos de tercera categoría). Salvo de la quema a los programas de aptitudes musicales, porque aunque sabemos que no son más que una fábrica de cantantes mediocres, cuyos insustanciales discos se venderán bien gracias a privilegiadas campañas de marketing, es cierto que no basan su espectáculo en el morbo sino en las actuaciones.

La cinco no pasa nunca más de una semana sin un ñordo de estos, porque sencillamente no se lo puede permitir, no tanto porque tenga que rellenar el tiempo que dedica a galas y resúmenes, sino porque son el tema comodín del que hablar en todos sus espacios de tertulia y despellejamiento.

Invita a quitarse la vida el hecho de saber que esa cadena fue hace unos años (no recuerdo cuándo, pero no hace demasiado) la que más beneficios había obtenido… ¡a nivel mundial!
Estos concursos cuestan dos duros, dan intereses millonarios, y por si fuera poco, reciben dinero a espuertas de los mensajitos de móvil que manda la gente. Es sencillamente lamentable…

Las demás cadenas tampoco se quedan atrás. Su principal competidora, que también es casposa a más no poder (antena 3), se animó un día a hacer lo que hasta entonces había sido patrimonio exclusivo de Televisión española: poner una telenovela. Fue Betty la fea, que al ser original y en clave de comedia, tuvo un éxito sin precedentes. Desde entonces le cogió el gusto y dejó de poner películas por la tarde para tupirnos a novelas que, digan lo que digan sus defensores, siempre me parecerán un subproducto: son falsas, exageradas, estereotipadas, prejuiciosas, y promueven unos valores bastante cuestionables.

Lo peor de todo esto no es la pérdida de calidad, la escasa inversión en espacios culturales o humorísticos (pero que hagan gracia por favor, que parece que la huelga de guionistas no está en Estados Unidos sino aquí), o que prácticamente todo lo que se emite esté pensado para personas con un cociente intelectual por debajo de la media. No, lo peor es que la gente se resigna y se traga lo que le echen. Da igual. Da lo mismo que estén dando una buena película o que estén hablando de a quien se ha tirado la zorra de turno; sencillamente se lo tragan porque…es lo que hay. Más de una vez he estado en casa de alguien charlando, y he vivido con incredulidad cómo la persona pone el programa de chismorreo de turno…por ver algo. Cuando he sugerido que quiten ese desecho, previamente asegurándome de que no le gusta, me responden con dejadez que no hay otra cosa, y para no ver nada mejor ven eso…

¡Por favor! ¡Tengamos un poco de criterio y obliguemos a cambiar la parrilla no encendiendo nuestros televisores! ¡Di no a la resignación borreguil!


viernes, 18 de enero de 2008

“El señor de la cañita y la virgen de los cuatro pelos”



Si dos personas pasean juntas y una suspira con resignación o cansancio, la otra suele responder mentando a algún santo o virgen; algunas de las expresiones más socorridas son: “Ay... señor señor, “Ay... Dios bendito, o “Ay... virgen de la Macarena, pero existen muchas más. A pesar de ser ateo hay un par de personajes del santoral que me encantan. Tenemos a la virgen del camino seco, la del azucarero, o la de la teta al hombro, que resulta de lo más perturbadora, porque ya tiene que tenerlas caídas como para poder ponérselas al hombro, pero mis favoritos son El señor de la cañita y La virgen de los cuatro pelos.

Cada vez que mi amiga María nombra al señor de la cañita yo le correspondo con esta virgen alopécica, y el otro día nos dio por pensar en la relación que une a ambos, estableciendo lo siguiente:



El señor de la cañita es un hombre extremada flaco, un espicho. Cuando uno se lo encuentra por la calle dan ganas de darle un bocadillo de albóndigas a ver si coge un poco de cuerpo, pero se ve que a él le gusta estar así, o que por el contrario tiene problemas para engordar; en cualquier caso es feliz porque su aspecto forma parte de su personalidad. Por su parte, la virgen de los cuatro pelos es una mujer de pueblo que posee una belleza apabullante. En su día tuvo pretendientes hasta debajo de las piedras, pero ninguno estaba a su altura; estuvo a punto de casarse con muchos 
de ellos, advirtiéndoles por supuesto de que ella, como buena virgen, mantendría “su pureza” intacta hasta la noche de bodas. Sus chicos aceptaron esperar porque sabían que merecía la pena, pero al final sus impulsos les dominaron, y todos acabaron poniéndole los cuernos o montando en cólera por cualquier cosa (y es que la falta de sexo agría el carácter). Hoy ella es fuerte pero entonces no lo era tanto, y cada vez que se llevaba disgustos amorosos se arrancaba compulsivamente mechones de pelo de su larga y cuidada melena rubia. Después de muchos desengaños pasó años sin que nadie más la pretendiera, dejándose ver por la calle con los cuatro pelos que le quedaban (y cuando digo cuatro es porque literalmente no eran más), pasando así a ser conocida como el personaje que es hoy.




Un buen día el señor de la cañita entró en su vida y volvió a recuperar la ilusión. Vivieron un 
romance corto pero apasionado antes de prometerse, y por una vez, dado que ya había esperado bastante y en este caso era lícito, accedió a perder la virginidad antes del matrimonio, al fin y al cabo se iban a casar, así que tenía que pasar tarde o temprano.


Estaba recostada sobre la cama observando cómo su futuro marido se desnudaba para ella, cuando súbitamente se incorporó y empezó vestirse. El señor, pensando que ella se habría asustado, trató de tranquilizarla diciéndole que no le haría daño y que tendría mucho cuidado, a lo que ella le contestó que no era eso precisamente de lo que tenía miedo, sino más bien de lo contrario, y es que pudo comprobar por qué lo llamaban exactamente, el señor de “la cañita”. Le puso las manos en de los hombros y le dijo condescendientemente que lo sentía, pero que había esperado mucho tiempo como para darle ese privilegio a alguien que no iba a poder satisfacerla. Dicho esto cogió sus cosas y se fue.

A día de hoy no mantienen el contacto; ella se siente estafada y él humillado, y dicen las malas lenguas que cuando se ven por la calle, se hacen los locos de una forma vergonzante. Aayyy…¡qué complicado es el amor!

domingo, 13 de enero de 2008

¿Eres sordo o gilipollas?


Al margen de mamarrachadas como que nuestro nombre posee una carga mágica especial, que influye en el devenir de nuestra vida y en el destino, que decidan llamarnos de una u otra forma puede marcarnos más de lo que parece.

Existen diferentes criterios sobre la carga “estética” de los nombres que, en cualquier caso, responden a la subjetividad y a los gustos personales de cada uno. Así, puede tocarnos un nombre popular o desfasado, y no siempre lo primero tiene que ser bueno y lo segundo malo: el popular puede ser cansino y mediocre, y el desfasado resultar tan original que pase a formar parte importante de la identidad de su portador. Igual pasa con los nombres sosos o “con personalidad”. Lo que resulta más objetivo e universal es que un nombre feo, uno feo de verdad, es feo y punto, no hay más vuelta de hoja. Puede que al final le cojamos cariño o nos acostumbremos a él, pero si al grueso de la población le parece un horror será porque realmente lo es.

De todas formas, tener un nombre bonito o aceptable no te libra de poder sufrir las bromas de tus compañeros de clase, ni de que te acompañe un mote estúpido el resto de tu vida. Afortunadamente no es mi caso.

Mi nombre es bastante común y se ha popularizado en los últimos años. Grita Pablo en un parque infantil y verás cuántos niños se dan la vuelta. En general nunca me ha gustado demasiado porque me parece infantil y simple, pero al final me he dado cuenta de que tiene su encanto, y de que para lo que hay por ahí, no está nada mal. Es curioso, porque a pesar de ser tan popular, parece tener más connotaciones negativas que positivas: dos cabronazos de series españolas (el de Cuéntame, y el de Motivos Personales) compartían ese nombre, y una vez leí que estadísticamente los pablos son los más feos del país. Menos mal que para contrarrestar, los actores o famosos llamados así tienden a ser guapos.

Lo que está claro es que mi nombre forma parte de mí: es un componente de mi esencia y me identifico con él, en el sentido de que le atribuyo unas características de personalidad que no atribuyo a otros nombres. Lo que no soporto es que me pongan diminutivos por la cara. Los apodos, mientras sean cariñosos y no despectivos, no me desagradan en absoluto, porque son una muestra de cercanía y complicidad con las personas que los usan contigo. De hecho tengo muchas amistades que recurren a ellos para referirse a mí, y me encanta que lo hagan.

Además de los normales porque son derivaciones de mi nombre (Wolbap, Peibol, Pei, Pau, Pableras…), los hay originales como los que me tiene Davinia, que además de llamarme Querubín (no tengo muy claro por qué, ya que los querubines son blancos, rubios y rubenescos, y yo soy todo lo contrario), me llama Pley porque le recuerdo a un playmobil (¿?). En cualquier caso son motes consentidos con personas a las que yo también suelo ponérselos, y que surgen en el contexto de una relación de confianza y amistad…como tiene que ser. Siendo esto así… ¿por qué coño la gente se toma la confianza de llamarme Pablito sin conocerme de nada?

En el colegio era lícito que lo hicieran para diferenciarme del otro Pablo, y teniendo en cuenta que mi tocayo era considerablemente más alto que yo, era lógico que a mí tocara el “ito”. Llegó un momento en la infancia en el que quise desmarcarme de eso y pedí que me empezaran a llamar por mi nombre, o como les diera la gana, pero sin el diminutivo. Costó trabajo pero finalmente lo conseguí.

Al dejar el colegio y entrar en el instituto, tenía la ingenua suposición de que una vez que me presentara, la gente me llamaría tal y como figura en mi partida de nacimiento. Estaba muy equivocado. Había un chico en mi clase llamado José Manuel, al que todos llamaban Lolo, y al que que podría haber llamado así desde un principio sin que le molestase, porque era el típico payaso ocurrente y simpático que cae bien a todos y a quien le cae bien todo el mundo. Pues bien, aún siendo así, yo no pasé a llamarlo “con confianza”, hasta que no pasó cierto tiempo. ¿Es lógico no?

Pues no, parece que no: cuando apenas has terminado de presentarte como "Pablo" ya hay un par de subnormales que se refieren a ti como "Pablito", como si fuera lo más normal del mundo.

-"Oye mira… llámame Pablo, que lo de Pablito no me gusta nada"

La respuesta normal a esto sería una semi disculpa y que a partir de ese momento intentaran cambiar el chip ¿no? En absoluto, la conversación que suele desarrollarse a continuación viene a ser algo así:

-"Jajajajaja, ¿y eso?"

-"Pues nada, que no me gusta simplemente"

-"Pero es que a mi me sale llamarte Pablito, no sé… me sale natural, como eres bajito y tal…"

-"Bueno y tu eres un aborto y no me sale llamarte engendro...ya ves"

En realidad esto no lo digo aunque lo piense, sino más bien que lo comprendo pero que no me gusta, y les pido por favor, de buenas maneras y siendo simpático, que no lo hagan. En muchas ocasiones lo aceptan sin más, pero en otros casos parecen querer rebatírmelo, como si fuera una cuestión discutible ¿Acaso creen que pienso llegar a un acuerdo? ¡Joder no! Yo no te pongo diminutivos así que no me los pongas tú a mí.

-"¡Pero es que yo a todo el mundo le pongo nombres!" – me espetan.

¡Dios! ¿Tan difícil es de comprender?

Es en este momento cuando invariablemente el “chistoso” de turno suelta jocosamente una frase que no sólo no hace gracia (y el hecho de haberla oído 200 veces tampoco ayuda), sino que no es ingeniosa. Es de gilipollas:

-OK, no te llamaré Pablito, te llamaré Don Pablo entonces…

Es frustrante… ¿La gente es sorda, imbécil, o qué cojones le pasa? ¿Qué clase de razonamiento de mierda es ese? ¿Por qué si te digo que no uses un diminutivo te pasas a un superlativo? ¿Te parece divertido? ¿Te parece lógico? No lo es. Es incongruente, irritante, y tan patéticamente carente de gracia que sólo inspira indiferencia o úlcera de estómago.

¡Llámame por mi nombre joder!

martes, 8 de enero de 2008

El mejor día del año



Hace unos días fue 6 de enero, una fecha que a mis 21 años sigue significando una celebración muy especial y el mejor día del año: El día de reyes.

No se trata de una cuestión de consumismo o afán por recolectar regalos, ya que al fin y al cabo llega un momento en el que todos tenemos de todo y se acaba regalando por regalar: es el mejor día del año porque yo lo vivo como tal.

En mi casa empezamos el día desayunando algo hiper calórico e inusual, como dulces con chocolate a la taza; mientras lo hacemos se palpa una agradable tensión nerviosa en el ambiente, y en cuanto acabamos de comer nos dirigimos raudos al salón a acabar con ella.

Tras haber abierto los regalos entre risas y fiestas, mis padres descubren lo que les hemos comprado mi hermana y yo. Dado que nuestro poder adquisitivo es nulo, solemos currárnoslo para que al margen de lo que regalemos pasen un rato divertido mientras abren sus paquetes. Aunque últimamente estamos un poco vagos y menos imaginativos, intentamos hacer algo distinto cada año, pero siempre con el denominador común de reírnos con y de ellos. Normalmente solemos esconderlos para hacer que los encuentren a través de pistas, acertijos, dibujos, mapas o lo que se nos ocurra. Es divertido tenerlos del tingo al tango por toda la casa para que al final acaben en el mismo sitio. Un año llenamos todo el techo de lana y pusimos mensajes colgando de pedacitos de cuerda que tuvieron que coger uno a uno con una escalera. Fue memorable.
El caso es que una vez acabado el trajín doméstico, vamos todos a comer a casa de mis abuelos maternos, donde nos espera el resto de la familia. Allí recibimos algún detallito más, pasamos la sobremesa hablando, y a media tarde nos dirigimos a casa de mi tía (una de las hermanas de mi padre), donde nos espera más de lo mismo hasta la noche.

¡Qué coñazo! ¿No? Pues no, es lo que tiene que te fomenten la importancia de tener una relación buena y cuidada con tu familia. De puertas hacia fuera a todo el mundo le choca hasta qué punto tengo una relación estrecha con mis familiares, y es que por lo que puedo comprobar, la gente sólo ve a sus congéneres en navidades, bodas y funerales. Es muy triste.

Hace unos años comíamos todos en casa de mi abuelos maternos cada domingo, algo que propició el establecimiento de lazos afectivos reales y una buena relación con todo el mundo, resultando que a día de hoy sé que puedo contar con ellos para lo que me surja, y que no será porque se vean obligados a acogerme. Un ejemplo de esto podría ser el hecho de que mi tía me pelee si se me ocurre comer en la cafetería de la facultad, en lugar hacerlo en su casa que está al lado.

Mi familia paterna es un mundo aparte digno de estudio. No sólo nos vemos más y mejor, sino que somos enfermizamente pegajosos entre nosotros. Es interesante ver alguna instantánea navideña para comprobar cómo acabamos todos masajeando o sobando a otro, al más puro estilo de desparasitación en cadena de los simios.

No esperamos a ocasiones especiales para vernos; sencillamente lo hacemos: vamos al cine, al teatro, a comer, al club náutico…a donde cuaje, y si no, hacemos fugaces visitas a domicilio. Cuando paso cerca del trabajo de mi tía paso a saludarla, mi prima aparca en mi casa cuando va a algún sitio por los alrededores, cada vez que mis padres se pasan por el despacho de mi tío para alguna consulta legal (es el abogado de la familia), acaban tomándose algo en su casa, y así suma y sigue. Quienes se llevan la palma a este respecto son mi tía y una de mis primas. La primera vive al lado de mi casa, así que el intercambio de visitas y favores es una constante de lo más agradecida, y la segunda es mi acompañante por excelencia: solemos ir al cine o alquilamos películas juntos con muchísima frecuencia, y además vamos juntos a otro tipo de actividades en las que se agradece algo de compañía. Además de las que me atañen, las interrelaciones se dan en otros bandos: mi abuelo y mi madre (su nuera) van juntos al auditorio, mi tía se reúne a cenar con sus sobrinos cada cierto tiempo, mi madre y su cuñada van juntas a pilates, y así suma y sigue. Si a todo esto añadimos las multitudinarias reuniones familiares en las que nos juntamos todo “el clan” (unos cuarenta y pico), para comer y acabar cantando al unísono, apaga y vámonos…

No puedo evitar sentir algo de lástima por esas personas que viven las navidades como un auténtico suplicio, por tener que lidiar con personas a las que no ven nunca. No lo comprendo. En ese sentido me siento afortunado, y aunque en ciertos momentos de la niñez o la adolescencia me pareciera un coñazo tener que ir a este tipo de reuniones, estoy agradecido de haberlo hecho, porque a día de hoy poseo un “tesoro” del que poca gente puede presumir.

viernes, 4 de enero de 2008

Lo veo negro

En el cine estadounidense se da una curiosa paradoja de la que hablé hace tiempo, al comentar la hipocresía con la que se rueda el día a día de un norteamericano medio, que poco tiene que ver con la vida real de los habitantes del país de las oportunidades. En base a la corrección política, los productores recurren a mostrarnos una realidad forzada, en la que los afroamericanos no sólo no son discriminados, sino que hacen y consiguen todo lo que quieren. En pro de un acercamiento a lo que consideran minorías desfavorecidas, los tratan como si fueran de cristal, de modo que si ves una película de terror en la que un grupo de amigos va muriendo poco a poco, no debes preocuparte si te encariñas del negro. No morirá.

Retomo los temas ya tratados en este artículo de julio, y este de agosto (pinchar en los enlaces), para profundizar un poco más en el asunto, porque con el estreno de la nueva película de Will Smith, se me ocurre que o bien los actores negros de renombre están encasillados, o tienen un problema de ego importante.

Más de una vez me he preguntado si a Will Smith se le ha subido la fama a la cabeza: La serie que lo lanzó a la fama fue El príncipe de Bel Air, comedia de afroamericanos adinerados en la que su personaje (llamado igual que él) era el protagonista absoluto. Después de un par de trabajos de trascendencia relativa, empezó la época en la que su filmografía pasaría a caracterizarse por hacer de “chico negro deslenguado y ocurrente” o “justiciero con pistola”. En muchas ocasiones ambos roles se fusionaban, y se combinaban con la recurrente variante de salvar al mundo, algo a lo que ha cogido el gusto: entre Independence Day, las dos partes de Men in Black, y Yo Robot, nos ha salvado ya 4 veces de la destrucción total, y si no me equivoco vuelve a hacerlo en su nuevo filme (Soy leyenda), en el que (qué raro) vuelve a ir armado. A Will le gustan las pistolas, y lo ha demostrado con creces en otros filmes como Dos policías Rebeldes (I y II), o Wild wild west.

En La leyenda de Bagger Vance interpreta a un ángel que ayuda al personaje de Matt Damon; no la he visto pero me hace gracia que sea él quien haga de ángel, porque estoy seguro que de no haber aceptado el papel, el director habría buscado a otro actor negro, y es que en América lo que se estilan son los ángeles “de color”. Les sienta mejor el traje níveo con el que los caracterizan, son más ecuánimes y quedan mejor en pantalla. El primero al que se le ocurrió la idea fue original, pero el tópico de ángel negro benevolente ha sido tan copiado, que lo que sorprende es ver a uno blanco, tal y como son en el imaginario popular y la mitología.

Estos ángeles “tiznados” suelen ser hombres altos y delgados que ya han cumplido la treintena o están a punto de hacerlo, y que o bien visten de blanco de la cabeza a los pies (por si a alguien no le queda claro lo que son), o bien destilan tantas sonrisas, encanto e insoportables dosis de moralina cristiana, que es imposible que queden dudas. Al ejecutivo de Family Man le mostraba su futuro un ente celestial que cumplía con todas las características descritas, el antónimo del demonio en Al diablo con el Diablo, era otro negro excesivamente sonriente cuyas palabras empalagaban, La mujer del predicador de la película homónima se relacionaba con un Denzel Washingtong enviado del cielo, y el tópico fue elevado al máximo cuando Morgan Freeman (que por cierto también hizo de presidente de Estados Unidos) interpretó dos veces a Dios, también de blanco nuclear absoluto; en un capítulo de Los Simpson sacaron punta a esta situación con un personaje que comulgaba con todos los tópicos descritos. Por cierto, en la cinta El hombre y en la serie 24, el presidente de los EEUU es también negro.

Si Will Smith es un justiciero cómico con un comentario ingenioso siempre en mente, Denzel Washington es un justiciero moral, que en muchos casos se convierte en héroe por situaciones ajenas a su voluntad, que le empujan a hacer que se cumplan las leyes, aunque sea a balazos. Pero si hay una característica más definitoria de sus filmes con pistola en mano, es que siempre le faltan los minutos (El coleccionista de Huesos, John Q, A contrareloj, Deja Vu, El fuego de la venganza…) ¡Qué estrés!

No siempre los actores negros han tenido el favoritismo de los productores de Hollywood. Hasta hace unas décadas sólo interpretaban roles secundarios, caracterizando generalmente a villanos o personajes serviles (como le pasa ahora a los latinos). A día de hoy, si te dedicas a la interpretación en Estados Unidos y alcanzas cierta fama, ser negro parece ser una garantía para obtener papeles y personajes agradecidos, que te facilitarán destacar, y que difícilmente te dejarán mal. Además, desde el famoso año del “oscar negro” en que (¡oh casualidad!) tanto el premio honorífico como los galardones de actor y actriz principales fueron a parar a manos de afroamericanos, parece que esto se ha intensificado. Así que ya sabes, si eres un actor negro cansado de que en este país sólo te den papeles secundarios de inmigrante o persona oprimida, vete a “hacer las américas”.