Ante el inminente estreno de la segunda película de Sexo en Nueva York, me ha dado por recordar sus antecedentes…Fue una serie que marcó un punto de inflexión en la televisión; era novedosa, sus protagonistas eran mujeres “maduras” (cronológicamente hablando, pues se comportaban como adolescentes), y por primera vez se veía a un grupo de amigas hablando de sexo sin tapujos ni eufemismos. Los personajes eran interesantes, los diálogos divertidos, y las cuatro personalidades se combinaban bien para crear situaciones cómicas. Nos dio momentos míticos (“¡Mi coño parece un payaso!”), y creó escuela para otras series posteriores. Hasta ahí todo bien. El problema vino luego, cuando la serie se convirtió en un producto de culto, y sus seguidoras vieron en las cuatro lagartas de Manhattan a unos ideales a los que imitar. Recrearse en esa
superficialidad barata no hacía daño, precisamente porque sabíamos que se trataba de algo irreal, pero hay una preocupante parte de público que no ha sabido distanciarse de la excentricidad artificiosa, y han acatado lo que salía en la pantalla como una normalidad plausible. Para muestra, el testimonio de dos seguidoras que me pusieron los pelos de punta: En el primer caso, una fan devota me confesaba que lo primero que hará con el primer sueldo que gane, será comprarse un bolso de Gucci. Le pregunté con curiosidad si se trataba de uno en especial; quizás alguno clásico al que le hubiera echado el ojo desde hacía tiempo. Me respondió que no, que se trataba de que fuera caro y de marca, no de que le hubiera gustado.
El segundo es de otra chica que anhelaba tener “un amigo gay”:
- Mmmm, ¿por qué? ¬¬
- Para que me acompañe de compras y me diga lo que me queda bien.
-
- Sí, pero no es lo mismo; yo quiero un amigo gay gay, de los que tienen mucha pluma. ¡Tiene que ser superdivertido!
Nos vendieron a estas fashionistas newyorkinas como mujeres inteligentes e independientes, que se alejaban del papel que les había reservado la sociedad... aunque curiosamente tengan que hacerlo ridiculizando a los hombres.
El personaje de Samantha era algo muy poco común (una devora hombres a gusto con su condición, que no era tachada de guarra por vivir su sexualidad), y el de Miranda resultaba atractivo (una mujer emocionalmente distante de la que se colgaban todos los buenazos). Charlotte era tradicional, conservadora y muy recatada; no comulgaba tanto con la idea del sexo sin ataduras, y lo único que anhelaba era encontrar al marido perfecto. Lo mismito que nuestras abuelas. Gustase o no, era consecuente con su esquemas y tenía muy claros sus objetivos, por utópicos y arcaicos que fueran. Carrie sí que era para pegarle con un periódico enrollado, porque parecía reunir las cualidades definitorias de sus tres amigas, pero al final se quedaba en una mezcla sin sentido de características de personalidad.
casarse, después de 10 años de jugar al ratón y al gato; él quiere una boda sencilla y ella algo ostentoso y superlativo, cómo no. A él le entra miedo un momento antes de la boda y decide plantarla… para dos minutos después darse cuenta de que sólo ha sido pánico escénico y volver a la iglesia. Demasiado tarde. Carrie se coge un cabreo del quince, monta una escena en la calle y reniega de él durante un año. Vuelve a su antiguo piso, se hace un cambio de look, cambia de teléfono e ignora los intentos de él por acercarse a ella. Un chorro de meses después, se da cuenta de que tiene unos zapatos en casa de su ex prometido, así que va a buscarlos. Se ven, ella se lanza corriendo a sus brazos, follan en el suelo y se casan.
Le cuenta que se mudó a Nueva York para enamorarse, porque a sus veintipocos es el objetivo que tiene en la vida. Por supuesto lo consigue, aunque no ligando, sino a base de abrir mucho los ojos y dejar colgando el labio cuando aparece su chico (negger style). Dos tomas con cara de muñeca hinchable, y en la siguiente escena ya están prometidos. ¡Claro que sí! .jpg)


















